miércoles, 26 de noviembre de 2008

Ser padres hoy


Sentía que ese era un día particular, mientras miraba a su pequeña hija corretear por la vereda de baldosas flojas. Sus piecitos eran diminutos y regordetes y a veces tropezaba por doquier con las piedras del suelo. Pensaba en su próximo dibujo, donde se propuso inmortalizar el amor por su niña pintando a una familia de leones con una cachorra: los tres felinos mirarían al horizonte naranja con ese tinte de paz que irradian las pupilas cuando no hace falta nada más. Le gustaban los leones por su bravura, pero también por la protección que brindan a sus pares. “La hembra siempre defiende a su cría”, divagaba y se convencía de que esa figura sería el mejor homenaje para su niñita.
Su hija tenía cinco años tan simpáticos como los rulos que hacían la suerte de flequillo sobre su frente. Hablaba con soltura y él sentía que su mundo giraba en torno de ella, como los planetas ofrendan su danza al sol.
A ella le gustaba que su papá la abrazara, la alzara con sus brazos fuertes y le dijera con ternura “dame un beso cabecita con resortes”.
Sin saber por qué el hombre salió de su desvarío y fue junto a la niña, que iba unos pasos más adelante. La alcanzó y la elevó entre sus brazos, y lo imprevisto del asunto provocó las risas de la pequeña, que se sorprendió por ese arrebato repentino.
En ese preciso instante, un caño con una punta similar a la de una lanza, descendió del cielo a la velocidad de una flecha y se clavó justo en el lugar donde unos segundos la niñita se encontraba jugueteando. Él la abrazó con fuerza y en su conmoción ni siquiera escuchó las disculpas del albañil que, unos pisos más arriba en un edificio en construcción, se disculpaba a los gritos por tremenda negligencia.
Llevó a su hija en brazos hasta su casa, pero no pudo hablar con nadie del asunto y continuó como si nada con el trajín del día hasta entrada la medianoche. Se despidió de su esposa y cerró los ojos en la cama.
El reloj daba las cuatro cuando sus pupilas se dilataron en la oscuridad de una forma inaudita y, aturdido por el galope de su corazón desencajado, gritó horrorizado. Ese día, Manuel comprendió que había descubierto el significado del miedo.

4 comentarios:

Eleanor Rigby dijo...

Se puede temer a tantas cosas! pero el temor a perder un hijo debe ser el más terrible de todos, es en ese instante en que sentimos esa opresión de lo que significa realmente ser padres, y que somos responsable de esa personita tan chiquita que es parte de uno mismo...

AleLo dijo...

no puedo saber pero imagino... el miedo a perder una libra de tu carne!
Besosososos

Eleanor Rigby dijo...

Nori: tengo algo para vos, pasá x mi blog loco.

Un besito

Anónimo dijo...

Hola: muy bueno...como padre entiendo perfectamente lo que se siente en esos momentos.Jamás olvidaré el día que él empezó a caminar, se subió al sofá y sin darme tiempo a nada cayó de espaldas, pensé que se rompía la cabeza, se me paralizó el corazón...y es el día de hoy (tiene 7 años) que recuerdo ese instante y sigo sintiendo ese miedo del que hablás en el texto...Sds. daniel