miércoles, 27 de febrero de 2008

La visita


Reía sola sentada en el banco de la plaza. Llevaba con ella un pequeño monedero con piedras incrustadas y brillantes. Tenía una larga cabellera negra que le cubría la frente y los ojos. Estimo que por su postura reía sola. Su cara se perdía en la negra maraña de su cabellera. Movía sus pequeños piececitos cubiertos por medias con puntillas y zapatos de charol. La gente la miraba extrañada, pero ella estaba más allá de todo. Sin pensarlo mucho me senté a su lado, como intentando que su fragancia de jabón y lavanda me envolviera. Ni siquiera se inmutó. Seguía con sus manos juntas sujetando el monedero, y pude percibir que tendría entre unos 19 y 20 años. Quise que me notara. Encendí un cigarrillo y largué un humo tan denso, que, supuse la haría toser. Pero nada. Seguía inmutable en su sillón. Haciendo gala de mis dotes de conquistador intenté acariciarle el muslo izquierdo que se adivinaba terso y redondeado debajo de la gasa semitransparente de su vestido. Acerqué mi mano lentamente, y mi dedo meñique alcanzó a sentir la suavidad de esa carne joven que emanaba un perfume encantador. Cuando quise quitar mis dedos de aquella piel sedosa, ya era demasiado tarde. Un fuego indescriptible corría por mis dedos, parecía un río de lava que me subía por las venas y se acercaba peligrosamente hasta mi corazón. Quise gritar, pero ningún sonido salió de mi boca petrificada. Busqué sus ojos con los míos suplicando piedad, pero la maraña negra de pelos seguía cubriendo su cara, si es que allí abajo había algo que pudiera describirse como eso. Mis dedos se derretían y el dolor ya era insoportable. Cuando pensé que sólo la muerte acabaría con el suplicio al que la extraña joven me estaba sometiendo me desmayé de dolor. Al despertar, tomé la decisión. La joven se había marchado y sólo dejó sobre el banco de la plaza el horrible monedero. Como pude lo tomé con mi mano sana, y al abrirlo descubrí que ocultaba una dirección. Me paré dispuesto a encontrar ese lugar, desconociendo por qué mis piernas me llevaban al sitio, y atravesando caminos por los que alguna vez ya había transitado. Caminé y caminé hasta entrada la noche. Busqué abrigo debajo de unos árboles, pero algo inaudito me indicaba que debía seguir hasta el destino que el papel mugriento me había marcado. Pasaron más de 10 horas. Y lo encontré. Llegué a ese baldío semidesierto, al lugar espantoso que mi mente se había encargado de anular, a ese campito donde una vez se me acercó una muchacha, morocha y romántica. A ese terruño en donde la vejé sin piedad, olvidando su corta edad, sabiendo que dañaría todas sus ilusiones. Allí, donde mis deseos adolescentes me hicieron despotricar de amor y lujuria, contra ese cuerpo pequeño y virgen que se resistía a mi amor. Recordé los arañazos, los gritos de dolor, el miedo atroz de esa niña a la que obligué a hacerse mujer. Escribo esta historia dentro de mi celda. Sólo yo supe por qué me entregué a las fuerzas policiales casi 20 años después de aquel hecho aberrante. Purgo mi culpa, cuando cada noche esa mujer golpetea con sus dedos los barrotes de mi celda. Como si acariciara un arpa. Como si así, finalmente, pudiera ejecutar la dulce melodía de su horrorosa venganza.

Noralí Moreyra

El llamado

EL AMOR: (…)“Es la apertura al juego incierto del azar, hasta el extremo del extravío y de la impotencia, de la donación incondicional y de la pérdida de sí”(…). Bataille



Aquella melodía era un bisturí rasgando la brisa nocturna. Recorría las calles y penetraba en todas partes cual serpiente escurridiza. Irrumpía en los oídos y sacudía el alma quitando el polvillo a las emociones sepultadas. Su autor, un violinista no tan joven, rasgaba el instrumento como si lo acariciase. En su rostro blanquecino y con finas arrugas era fácil percibir la pasión por su arte. El hombre se ganaba el pan con sus notas y la gente pagaba por los viejos amores que sus canciones instalaban otra vez en la memoria o dejaban monedas por los besos a los que esas canciones inducían en ese público casual que suele rodear a los artistas de este tipo.

El violinista enamoraba y lo sabía. Sus ojos abstraídos no dejaban de registrar a cada mujer que se detenía, absorta, a disfrutar del espectáculo. Y ellas eran tantas que muchas veces tropezó en sus ritmos, distraído por algún escote suculento o unas piernas de belleza escandalosa. Sin embargo, nunca reparó en su fiel admiradora. No vio su piel surcada por los años, su pelo ceniciento ni sus pequeños pies que se esforzaban por marcar los intrincados ritmos.

Cuando cada noche el violinista se paraba en la acera para ejecutar sus canciones ella acudía a la cita, se colocaba a un costado y lo observaba enternecida y aunque su cara estaba tan arrugada como una pasa de uva sus pupilas centelleaban buscando chocar con las del músico.

Ella sabía que su frente se marchitaba cada día y sentía que su sangre ya no era joven. Conocía perfectamente los achaques de su vejez, pero se mantenía incólume, aunque ya ni su olor fuera el mismo. Perdía el sueño preguntándose cómo hacer para romper la densa soledad de su vejez develando el incómodo secreto al violinista, confesándole su tortuosa pasión.

Una noche la anciana tomó una decisión que la hizo sonreír a solas frente al espejo que decoraba su casa vacía. Buscó el papel perfumado con vainillas que guardaba en el cajón de su mesa de luz, se puso los anteojos de marcos oxidados, y sentada en su enmohecido comedor escribió una carta para el violinista. La sorprendió el amanecer dormida en la mesa, pero con el escrito más importante de sus años por fin finalizado.

Esa noche depositó el sobre sin remitente en la caja donde los transeúntes dejaban el dinero para el músico, que ni siquiera notó el gesto. Después, se ubicó frente a él con las mejillas viejas ardiendo como brasas. Esperó unos minutos y antes de partir imaginó que lo abrazaba, aunque sus brazos desvalidos no se movieron del lugar. El violinista no estaba allí. Navegaba como todas las noches en su barco de notas, surcando el mar de pentagramas. Con un nudo en la garganta, la mujer ahogó sus lágrimas y se marchó sabiendo que sin él su cuerpo sería otra vez la seca corteza de un árbol centenario. Sólo le quedaba morir.

Aquella noche, el violinista dejó ir a la única mujer que lo amó. Desde entonces esperaba febrilmente a la autora de la carta que encontró junto a un par de monedas, con unas palabras tan sentidas que despertaron sus ansias de conocerla. Pero inexplicablemente no recordaba su rostro entre el público, ni su vestido ni su mirada. Quería verla, besarla, sentirla. La esperó por años, pero ella jamás regresó.

Una madrugada de abril el artista murió en la cama con la única compañía de su adorado violín y rodeado de decenas de manuscritos que contestaban una carta sin firma que la policía encontró clavada en la pared de su cuarto de soltero.
Años después las melodías del violinista aún siguen palpitando en las noches que él habitaba con su música, como un lamento del más allá cada vez más desgarrador, como un llamado desesperado imposible de silenciar.