martes, 6 de mayo de 2008

Yo no soy esa mujer


Muchos todavía recuerdan el día en que me convertí en la primera muchacha de la zona que se casó vestida de negro. Las damas de la Liga de Madres quedaron boquiabiertas cuando atravesé las puertas de la iglesia hacia el altar. Si hasta mi bombacha era nocturna y el vestido no dejaba escapar ni un milímetro de piel por alguna puntilla mal calculada. Tenía un rodete francés sujetado con alfileres de plata, negro el faldón y el corset, negra la cola y los guantes; negra toda mi boda.
Por esos días el mundo se debatía en la Segunda Guerra Mundial y mientras los regímenes totalitarios se adueñaban de la mitad del mundo mis 17 años me encontraban casándome con aquel lúgubre vestuario. Había 39 grados y el calor era más agobiante para mí al sentir las miradas acuciantes de quienes no eran mis familiares cercanos y desconocían los motivos de ese atuendo, aunque mis parientes y amigos no se sorprendieron. Era la mayor de 12 hermanas y en aquellos años imperaba la costumbre de usar luto total cuando algún allegado se moría. Así, vestía seis meses de negro de la cabeza a los pies y, posteriormente, otros tres meses de medio luto mientras mis hermanas menores sólo llevaban un moño de raso en el cabello.
En mi familia hubo tal seguidilla de muertos que pasé mi adolescencia vestida de negro y pospuse mi boda dos veces raíz de los decesos. Parecía que mi función era rendir honores a quienes se iban de este mundo.
Casi naturalmente me convertí en la esposa del señor Zanacchi, un asiduo visitante de mi casa paterna. Él era el titular de una prestigiosa sedería local y tenía una singular manera de aumentar sus ganancias. Al amanecer estudiaba los obituarios del periódico mientras desayunaba. Luego, con una prestancia de noble, el señor Zanacchi se dirigía al hogar de los familiares del finado de turno para ofrecerles un sinfín de géneros destinados a la confección de los vestuarios. El pulcrísimo vendedor gozaba de una fama exquisita por la delicadeza de las telas y por la sagacidad con que sabía cada detalle de los decesos: domicilios de los deudos y cantidad y tallas de los miembros de la familia. Los vecinos cambiaban de vereda cuando lo veían venir, con su pelo engominado. Se diría que mi marido era como la sombra de la Parca, llegaba siempre detrás suyo.
Ya pasó demasiado tiempo desde aquellos años de negros faldones. Los lutos quedaron atrás y están mal vistos los velos, los guantes de lamé y las blusas de encaje más oscuras que la noche. Nadie fue de negro a mi entierro. Ni siquiera yo misma estaba así vestida cuando mi cuerpo yacía inerte varios metros bajo tierra. Cuando todavía vivía, escribí en mi testamento que deseaba un vestido rojo para gozar del descanso eterno y mis hijos cumplieron con lo requerido.
Minutos antes de morir me miraba al espejo sin saber que sería la última vez que me retocaba el peinado. Desconocía que mi corazón estaba tan cansado y enfermo. Entonces, me invadió un dolor tan agudo en el pecho que perdí el conocimiento y quedé tendida en el suelo de madera del dormitorio. Tenía el pelo color ébano, muy largo y brilloso, a pesar de los años. El rodete quedó sin terminar, pero mi vida había llegado a su fin.
Lo que más lamento es que mi existencia quedó inmortalizada en una enorme fotografía que han conocido mis hijos, nietos, bisnietos y tataranietos. Todas las generaciones venideras me vieron en esa foto donde llevo uno de esos vestidos de encaje negro que tanto odié.
Cuando nadie lo nota voy hasta el antiguo comedor familiar y me paro frente al cuadro que ya está algo decolorado por el paso del tiempo. Imagino que lo quito de la pared y lo escondo en algún rincón oscuro de la casa, pero es imposible. El cuadro sigue allí y yo sin poder hacer nada. No obstante, sigo guardando esperanzas de hacer desaparecer de la memoria de mis descendientes esa imagen que detesto. Por eso, cuando visito la casa me pongo el mejor vestido rojo y mis labios destellan más que la luna. No vaya a ser que algún noctámbulo de la familia me confunda con una viuda y me ofrezca un pañuelito de papel.

Noralí