domingo, 30 de marzo de 2008

Eterno retorno


…Una historia real, ocurrida en Islas del Ibicuy- Entre Ríos…


Don Pepo Mair tenía el pelo blanco como la cal. Era un hombre fornido y en su juventud más de cien mujeres lo habían deseado y otras más habían compartido con él las veleidades del adulterio, las corridas y escaramuzas que inventaba Don Pepo para su mujer. Aquellas mentiras impiadosas le permitieron vivir cientos de siestas en compañía de esposas ajenas, de señoras jóvenes y carnosas que lo amaban en uno de los tres hoteles de mala muerte del pueblo costero donde vivía. Tres o cuatro veces por semana ya pasado el mediodía Don Pepo ensillaba su caballo y luego de despedirse de su hacendosa esposa, montaba el pura sangre y enfilaba hacia el pueblo, donde seguramente lo esperaba una bella doncella de labios carmín.
Los días pasaban iguales y la vida del pueblo parecía transcurrir sin sobresaltos. Los lunes por la noche Don Pepo se reunía en una de las tabernas de la zona con otros lugareños a descorchar ginebra y jugar al truco. A veces le llevaba algún trofeo a su mujer: un sombrero de paja que ganaba en las apuestas o un par de zapatos de tacón que algún otro jugador había empeñado sin que su esposa lo supiera, a falta de monedas para las apuestas. Tenía tres hijas y un varón y vivían todos juntos en el campo, ubicado a unas cuantas leguas del pueblo.
El cura local era un asiduo visitante de la familia y cuando llegaba a la casa los Mair lo recibían con manjares y perfumes, las camas tendidas, el piso barrido y las jarras llenas de agua fresca y vino. Unas horas antes de su arribo los floreros se colmaban de flores silvestres en homenaje a tan ilustre visitante. Mucho tiempo después, los vecinos conocerían los motivos de las insistentes visitas del religioso. Cuando Don Pepo ya estaba sumido en los ribetes de la vejez y padecía su coletazo de achaques y alcanfores confirmó el chisme por todos repetido, el cura estaba perdidamente enamorado de su hija Marta y en las noches de calor ambos se internaban en el monte para desatar sus sentidos sin que ninguna sotana negra interfiriera en la pasión abrumadora que los atravesaba desde la cabeza a los pies, como una corriente eléctrica. Sin embargo, la familia Mair hizo tripas corazón y siguió recibiendo al religioso en la casa como si a ella arribase un rey. En el fondo se sentían halagados de que la figura más importante de la zona compartiera el almuerzo con ellos, más allá de sus asuntos y de sus amoríos.
De tanto en tanto, el río Paraná crecía sin clemencia y arrasaba con todo a su paso, incluida la casa de Don Pepo que más de una vez sucumbió bajo el agua. No obstante, los Mair renacían cada año como el yuyo resistente que bordeaba los caminos de tierra de la zona. Parecían mimetizados con la aridez del ambiente. “De acá no nos vamo’ más”, repetía Don Pepo que todos los años debía reponer alguna pared o reconstruir los pocos muebles que el río les dejaba disponible para empezar de nuevo, con la firme convicción de que podrían imponerse a los caprichos del monte.
Sin embargo, aquellos denodados esfuerzos no fueron gratuitos para el viejo y cuando cumplió 70 años su cuerpo se negó a seguir adelante y la parte derecha de su ser sufrió una parálisis de la que nunca se recuperó del todo. Al mismo tiempo su esposa se volvía cada vez más joven y activa, era la envidia de las otras mujeres que apenas podían caminar. A veces, Doña Mair miraba a Don Pepo y le susurraba impasible: “Estás pagando por tus mentiras”, pero él estaba encerrado en una cáscara muerta sin poder responder.
La parálisis se volvió movimiento en unos años, pero las secuelas en la memoria de Don Pepo fueron irreversibles. A veces se levantaba para ensillar el pura sangre y había que repetirle que no quedaba bicho vivo de su antigua hacienda porque la pobreza los había obligado a vender todo. De su otrora numeroso ganado sólo sobrevivieron dos chanchos y algunas gallinas rengas.
En otras ocasiones se sentaba a matear con las pupilas fijas en el horizonte y cuando lo invadía una cólera inexplicable llamaba a los gritos a sus hijas. Su mujer acudía corriendo y le explicaba que las tres muchachas eran adultas y se habían marchado a la Capital, donde vivían con maridos acaudalados y mandaban a sus hijos a las mejores universidades.
Un solo hijo le había quedado a Don Pepo en el pueblo y era tan simple como su nombre: Juan. Día por medio el menor de los Mair visitaba a los dos viejitos en su desgastada Chevrolet. Cuando Don Pepo lo veía acercarse por el camino de ripio se acomodaba la ropa, se peinaba los tres pelos que le quedaban y una sonrisa destellaba en su boca despoblada de dientes. Cuando Juan lo saludaba, Don Pepo le pedía lo mismo de siempre, que lo llevara al pueblo, a casa de su amigo Ceferino y después a recorrer los viejos bares de su juventud para “humedecer el garguero”, como decía él.
Casi recitando el guión de una película su hijo le explicaba que Ceferino había fallecido hacía casi ocho años, que habían demolido su casa, que ya todos sus amigos estaban enfermos o muertos y que de los bares que anhelaba visitar sólo quedaban los recuerdos.
No obstante, el viejo no se rendía. Tomaba la rama que usaba de bastón, y con las pocas fuerzas que le quedaban caminaba hacia el auto, mientras Juan lo seguía casi jugando. Se aferraba a la manivela y amenazaba con abrir la puerta, pero sus fuerzas eran tan escasas que se quedaba en el intento. Fueron tres años de ruegos y súplicas y el padre le ganó al hijo por cansancio. A Juan no le quedó otra alternativa que llevarlo una mañana al pueblo de sus amores, que el viejo no veía desde hacía 10 años.
Recorrieron numerosas calles y atajos y pasaron por los bares ya cerrados. Desde la vereda podían verse las estanterías despintadas, con botellas llenas de telas de arañas y aberturas destruidas que ahora sólo atravesaban los fantasmas.
Don Pepo le pidió a su hijo ir a la casa del gallego Manuel, pero cuando llegaron al lugar el hombre, perdido y en piyamas bajo el sol del mediodía, ni siquiera los reconoció. Luego, se dirigieron hacia lo que quedaba de la morada de Ceferino, el mejor amigo de Don Pepo. Un poco antes de llegar, Juan volvió a explicar a su padre que su amigo estaba muerto, como para amortiguar el impacto que implicaría para el viejo confirmar con hechos lo que su mente no podía aceptar. El vehículo se detuvo frente a un terreno lleno de escombros y paredes derruidas y sólo en ese momento Don Pepo lo comprendió todo y bajó la cabeza en silencio.
Lleno de culpas y temiendo que el golpe fuera demasiado duro para su padre, Juan se lo llevó rápidamente del terreno, mientras Don Pepo clavaba los ojos húmedos en el horizonte, tratando de disimular las lágrimas. De súbito Don Pepo le pidió frenar frente a una tienda de productos para el hogar para comprar un juego de sábanas. Juan le hizo caso y cuando encontraron una, descendió del vehículo. Minutos después regresó con un juego de sábanas nuevito y envuelto en papel de almacén que le entregó a su padre. “Esto es pa’ tu madre”, le dijo el viejo sin ahondar en más detalles. Juan encendió la Chevrolet y volvieron raudamente a la casa de Don Pepo por el camino de arena.
Doña Mair los esperaba despierta y al verla el viejo le tendió la mano y le entregó el juego de sábanas como si se tratase de una ofrenda. Parecía decirle enmudecido que aunque recorriera muchos caminos todos lo llevarían a esa vigorosa mujer que sólo pestañeó, guardó el regalo en un cajón y se acostó a dormir sonriendo por dentro.
Esa noche Don Pepo se levantó sigilosamente hacia el ropero y buscó las sábanas aún dobladas. En silencio se abrazó a las telas, aspiró su perfume y lloró amargamente, recordando las veces en que su cuerpo joven y fornido había retozado entre mantas ajenas, que no eran de su casa ni de su cama. Doña Mair fingía dormir, pero escuchaba con el corazón apretado. Pasados unos minutos, Don Pepo enjugó sus lágrimas, guardó las mantas en el ropero y se recostó silencioso a su lado, como desde hacía cincuenta años…

Noralí Moreyra

sábado, 8 de marzo de 2008

Por el boulevard


“Por el boulevard de los sueños rotos
desconsolados van los devotos
de San Antonio pidiendo besos”.Joaquín Sabina

“¿Dónde estás?” “¿Cómo sos?”, estas dudas le picaban como agujas cada mañana cuando pensaba en Él, aunque se repetía inmediatamente después que el hombre ideal no existe. Sus años no pasaron en vano y además de enternecedoras pecas, su piel tenía muchas huellas de noches de amor. Escuchó un te amo tantas veces que no recordaba ni las voces de quienes le dedicaron esa frase universal. “¿Dónde estás?”, preguntaba cada noche y el sol que entraba al amanecer por la ventana de su cuarto no traía respuestas.

Un día alguien le comentó al pasar que en su ciudad existía un estrecho pasaje denominado “El Boulevard de los Sueños”. La leyenda contaba que allí se resolvían las penas de amor y que en él encontraban descanso las almas inquietas. “En esa callejuela estrechan sus manos los enemigos, los escépticos recuperan la fe y los ricos sienten caridad”, le dijeron. “Sin embargo quienes lo encuentren no pueden develar su ubicación”, agregaron. Nada más le importó desde entonces: sólo encontrar ese pasaje y en los ratos que no dedicaba al trabajo recorría los rincones en una búsqueda frenética, pero las horas se hicieron días, meses, años.

Él también lo buscaba. Cerraba los ojos y se transportaba al centro de la callejuela donde sus manos de escritor apretaban las de una mujer de ensueño, pero sus esperanzas se apagaban cada día, ahogadas por el humo de los bares que recorría solitario. Sus huesos se volvían frágiles y su piel pálida como el arroz mientras su vida transcurría en las sombras de una redacción. Aunque amaba su profesión deseaba escapar del edificio para buscar el Boulevard.

Pasaron los años y les ganó el hartazgo. Con desilusión ambos se prometieron nunca más pensar en el tema y abandonaron el juego, pero esa noche Ella y Él, soñaron el mismo sueño, la misma calle de adoquines desparejos, los mismos ojos que se encontraron y el mismo beso dulzón que amenazaba con detener el tiempo en ese instante. Se acariciaron con delicadeza sin enredarse y el murmullo del Boulevard se apagó para ambos. Pero ya era tarde, porque unas horas antes habían bajado las banderas. Los dos se despertaron con un terrible nudo en la garganta aquella mañana.

-Un final alternativo:

…Nadie los volvió a ver desde aquella noche. Inútil fue intentar localizarlos. Vivían en países diferentes y sus fotos recorrieron juntas el mundo sin que nadie estableciera entre ellos ninguna conexión, los olvidaron rápido porque ellos eran sólo dos gotas en el mar inmenso del mundo. Sin embargo, supe que viven en el Boulevard de los Sueños y lo cierto es que jamás regresarán. Mientras tanto sigo sentada aquí esperando que me llegue el turno de encontrarlo. Tengo la certeza de que ese día puede ser hoy o puede no llegar nunca…

Noralí Moreyra