domingo, 15 de marzo de 2009

Cachorro


Llegaste a mi casa en una mochila y parecías una bolita de carne y pelos que lloraba sin cesar y que me mordía el dedo con una boquita desdentada y tibia. Te mimé hasta el hartazgo, te cuidé sin cesar y fuiste mi compañía incondicional durante mis ratos de soledad o en esos momentos en los que solamente necesitaba que alguien me espere en casa y se mostrase feliz con mi regreso. Fuiste el primero al que me tocó alimentar con una mamadera y cuya vida dependía de la mía. Parece mentira que hayan pasado dos años. Feliz cumpleaños querida mascota.

Espera


Ya habían probado todas las formas de detener el reloj que con cada tic-tac se llevaba un minuto más de las débiles pulsaciones que hacían latir su corazón. Hacía más de dos semanas que su agonía no dejaba dormir a ninguno de los familiares que lo observaban condolidos al borde de la cama del hospital del pueblo. Las palmas para su velorio ya estaban listas, como así también el servicio fúnebre, el traje que usaría y las oraciones que diría cada uno de los deudos al momento del adiós final, pero el abuelo no se iba. Cada noche desvariaba en su mundo de alcoholes y urinarios. Gritaba improperios a las enfermeras y movía las manos en la negrura de la habitación inmaculada. Nadie comprendía por qué se rehusaba a abandonar este mundo, ni cómo era posible que estuviese vivo si, según los médicos, ninguno de sus órganos funcionaba de forma correcta, con lo que realizaba un esfuerzo casi sobrehumano por permanecer con vida. Todas las mañanas una monja de manos pequeñas y hábito renegrido le brindaba la extremaunción, pero el abuelo no la miraba. Sus ojos estaban fijos en la ventana, por donde se veía un camino de tierra que llevaba hacia la ruta a Buenos Aires. Pasaron varias semanas y los familiares comenzaron a hastiarse de la tediosa espera y algunos se marcharon del nosocomio para no volver.
Una tarde gris, uno de los yernos se acercó al lecho del anciano enfermo: “Váyase tranquilo abuelo, que ella ya no va a venir”, cuentan que le susurró al oído, pero el abuelo seguía con los ojos fijos en la ventana, inmutable. Con lágrimas en los ojos, el yerno se marchó de la sala consciente del poder de sus palabras. Diez minutos después, y con un suspiro de angustia, el abuelo se marchaba para siempre de este mundo.