martes, 17 de abril de 2007

¿Hombre o perro?



En una caja de cartón yacía
¿Dormido o despierto?
Su cuerpo con todos los huesos marcados
sus ojazos negros, huecos, fijos
me miraron, me interrogaron.
Tenía seis años, quizás siete,
pero ya estaba viejo.
Su cuerpito en la caja,
la caja en la vereda,
la vereda al borde de la calle,
la calle henchida de autos,
los autos llenos de gente.
Y él en la caja...
¿dormido o despierto?
Sus manitos, delgadas, mugrientas, abiertas, quietas.
Yacía en la caja...
En ese instante, la caja era su casa, su baño, su cama.
Y yo un visitante que, sin golpear a la puerta,
interrumpió un momento su sopor.
Sopor de hambre, piojos e intemperie.
Todo en esa caja de cartón, desde la que me miraba
Y yo lo miraba.
¿Dormido o despierto?,
¿vivo o muerto?,
¿niño u hombre?,
¿hombre o perro?

La perra degollada


La recordé cuando leí en la tarjeta amarillenta y roída, un mensaje que decía: " Perseguila siempre, pero usá este mapa", escrito con la caligrafía temblorosa de Nahuel, mi regordete camarada de la juventud. Giré el papelucho y observé en el mapa desprolijo una viboresca línea de puntos que culminaba en una cruz roja. Ésta indicaba el puente del "lago de la perra". En ese instante regresó a mí, como en una película esfumada, la imagen de aquella pasarela de tornillos oxidados, que se alzaba por encima de un putrefacto lago artificial. El lugar me causó, durante toda la adolescencia, los más íntimos horrores.
Recordar su fragancia a humedad, que las telarañas del olvido habían ocultado en mi mente, me provocó un sudor helado. Guardé el mapa entre las páginas polvorientas de mi cuaderno de secundaria y continué trabajando, pero una nueva inquietud perturbaba mi ser.
Soy algo escéptico frente a las habladurías que ruedan por doquier, no creo en las vírgenes que derraman lagrimones mágicos y tampoco en las ánimas desdichadas que quizás flotan entre nosotros. Son puras chácharas...; pero confieso que la historia de la perra endiablada y el deseo de encontrarla me obsesionó en la juventud. Por eso, treinta años después, sentía que el descubrimiento de la tarjeta era una premonición.
Decidí volver al parque. Con pies ligeros crucé la ciudad, que latía frenética como un corazón enloquecido. Atravesé corriendo el bulevar, que era una arteria obstruida por la hilera metálica de vehículos. Allí estaba el parque Rivadavia, cuyas rejas negras apuntaban al cielo como flechas tiesas. Entré y, siguiendo el mapa, llegué al puente sin dificultad.
Cuentan que hace años en el centro de esa pasarela, ahora desvencijada, un hombre del barrio sacrificó a su perra cortándole la cabeza con una caña filosa y dejó el cuerpo allí, en medio de un charco de sangre. Al día siguiente quiso retirar el cadáver, pero sólo encontró la cabeza agusanada. El resto del cuerpo había desaparecido. Extrañado, el hombre recorrió el parque sin encontrar nada, enterró el despojo bajo un árbol y se marchó lleno de preocupación.
El misterioso incidente se difundió entre los vecinos, que no le dieron importancia hasta que una serie de extraños sucesos quebraron la tranquilidad del lugar. Algunos aseguraron, estupefactos, que la perra sin cabeza salía de su escondite cuando caía el sol. Otros afirmaron, con las pupilas dilatadas de espanto, que sintieron un tufillo nauseabundo a sangre putrefacta y que, cuando salieron de sus casas asfixiados por el olor inmundo, encontraron en sus jardines las plantas tronchadas y la tierra revuelta. El triste cuadro parecía la obra de una bestia impulsada por una furia sobrenatural, que removía el suelo buscando algún tesoro subterráneo.
Un veterinario afirmó que en cinco perritos blancos apareció, luego de que la bestia orinara en su local, una pequeña mancha rosada. Ésta se transformó, posteriormente, en un collar de piel infectada que rodeaba el cuello de las crías.
Desde entonces, los vecinos llamaron a la pasarela "el puente del lago de la perra". Inexplicablemente, todo el que circula por el sitio del sacrificio inclina de manera inconsciente la cabeza, como temiendo que una guillotina invisible se precipite sobre ella.
El enigmático suceso se transmitió de boca en boca y rebasó los límites de la ciudad, llegando a oídos de los habitantes de casi todos los confines del país.
Una tarde calurosa, un grupo de cinco personas enviado por la Asociación defensora de los derechos del animal, se acercó al lugar para repudiar el cruel sacrificio. Afirmaban que las apariciones de la perra eran producto de la conducta de aquellos que maltrataban a los animales. Pero, al caminar en fila sobre el puente, los indignados militantes también inclinaron la cabeza, como si una oculta presión les impidiera mantenerla erguida.
Las diabluras de la perra degollada eran cada vez más atroces. Se la acusó de profanar tumbas, de arruinar monumentos públicos y hasta de la muerte de una mujer, que criaba gatos de diversos pelajes.
Mi corazón latía con fuerza al rememorar esta leyenda de múltiples facetas, que había sellado a fuego mi vida. Me sorprendió la noche al pie del puente descascarado. Yo era un punto minúsculo en medio del parque inmenso, que parecía una manchón verde y sombrío, enclavado en los márgenes de la ciudad. Las estrellas, que cubrían el cielo, titilaban como cruces de plata.
--Hace tanto frío --susurré, tiritando...
Me dirigí hacia la salida del parque, dejando atrás el puente que se erguía deforme a mis espaldas. El silencio, casi infinito, sólo se quebraba por el crujido de las hojas secas bajo mis pies. En realidad, estaba avergonzado.
--Soy un incurable chiquilín --me repetía por lo bajo.
De repente un aullido horrible y prolongado, que parecía brotar de las entrañas del mismo infierno; un sonido que taladró mis oídos y que sólo podía ser emitido por alguien que no pertenecía a este mundo, desgarró el silencio de la noche. Corrí, aterrorizado, hacia la salida, atravesando la tupida vegetación en sombras. Buscaba la puerta, pero los senderos laberínticos de aquella vasta extensión parecían estirarse cada vez que me adelantaba. Algo se abría paso detrás de mí, pero no me atreví a girar el cuello. Escuchaba los trancos frenéticos y ágiles que retumbaban en mis oídos, cada vez más cerca. Los ojos se me llenaron de lágrimas y me perdí entre esa maraña vegetal que parecía querer asfixiarme.
Eso se acercaba, estaba tan próximo que ya sentía su olor pestilente y sus soplidos bestiales. Corrí y corrí, sintiendo que casi me arañaba los talones. Una figura negra se alzaba frente a mí. Inexplicablemente, estaba otra vez en la orilla del lago, al pie del puente maldito. Sin volver la vista me precipité a la pasarela de madera. La perra, o lo que fuera, lanzó un último aullido feroz que hizo temblar las tablas podridas. Estaba allí... tan cerca de mi. Cuando pisé el sitio de la inmolación, no miré hacia atrás; tan sólo cerré con fuerza los ojos y agaché la cabeza, hasta que el paraje quedó silencioso.

Favor por favor

Un día Teodoro rasqueteó inquietamente los últimos restos de comida de su plato grasoso y decidió salir a dar un paseo. Ya tenía 70 años y tantas cicatrices como andanzas. Su vagabundez lo había arrastrado hacia los más recónditos caminos manteniendo apasionados amores con las hembras de las más raras especies y pelajes y absurdos enfrentamientos callejeros con vagos tan vagos como él. Sus colmillos ya no estaban afilados, pero continuaban inspirando respeto.
Su andar no encontró límites y nada lo detuvo, porque su corazón era intrépido y libre por eso jamás conoció un amo. La domesticación no era para Teodoro. Su vida entera parecía una muestra ferviente de la no rutina de un perro callejero. Cuentan los que saben que cuando era un cachorro quisieron adoptarlo en un hogar para bañarlo, alimentarlo y llevarlo a pasear diariamente, pero Teodoro no aguantó el encierro insoportable de ese espacio verde que sus captores llamaban patio. Entonces, una noche derribó con desesperación el portón que lo separaba de la vereda y corrió libre y pesado sin mirar hacia atrás. Su cuerpo torpe se recortaba en el horizonte y se perdió por las calles hasta convertirse en un punto oscilante y casi imperceptible.
Quienes seguían sus pasos relatan que su hazaña emblemática fue el rescate del hijo de cuatro años de un despistado turista, el cual cayó de una canoa de paseo. Teodoro, cabeza en alto, lo arrancó con suavidad de las turbulentas entrañas del río y arrastró su cuerpito delicado hasta una de las orillas del Paraná. Los curiosos que observaron tamaña proeza condecoraron a Teodoro con el título de “Can Ilustre de la Ciudad” y el mismísimo Gobernador, rodeado por su séquito de fieles seguidores, le colgó una medalla brillantísima del collar. Pero Teodoro perdió el dorado souvenir en alguna de sus intrépidas aventuras de supervivencia. Le gustaban los niños y a veces los seguía hasta la escuela. Sin que muchos lo notaran, se acurrucaba entre los bancos y dormitaba bajo las nubes de tiza que levantaba la maestra. En los recreos jugueteaba con ellos y movía su blanca cola larga como muestra de su animal felicidad. El día no terminaba sin un zambullón en la fuente de la plaza principal. Cuando Teodoro salía de allí, sacudía su cuerpazo húmedo y manchado de marrón salpicando a algunos transeúntes que lo miraban molestos.
Por suerte, aquel día en que Teodoro rasqueteó inquietamente los últimos restos de comida de su plato grasoso y decidió salir a dar un paseo, pude acompañarlo. Porque alguna vez fui ese niño que él cargó tan dulcemente entre sus dientes sin lastimarlo. Y ahora que él está tan arrugado y viejo como una pasa de uva, puedo cuidarlo y amarlo sin retener su libre e intrépido corazón.

La oveja 100

Hilario apagó el último cigarrillo con lentitud de caracol. Los párpados le pesaban más que nunca en esa noche de invierno que calaba los huesos. El día había sido agotador, la espera en la cola del banco, los autos en su incansable ir y venir, la gente gris de la oficina, el encierro que se metía por los ojos, por la boca, por las orejas. Había trabajado tanto durante la jornada que no recordaba ni siquiera si había mantenido alguna conversación trivial con sus colegas del estudio. Sin ganas, había masticado la comida con sabor a cartón que cada mediodía le acercaba un cadete de la rotisería “¿Qué comemos hoy?”. La tarde lo encontró como tantas tardes, sumergido en un bosque de boletas a llenar y documentos cruciales que reclamaban su firma. Cerca de las 18:00 Hilario cerró los ojos y aspiró el aire viciado de respiraciones ajenas y olores humanos que genera el encierro, pero no pudo dormir. El ruido del teléfono lo interrumpió con su chillido incesante, casi insoportable, casi casi como un grito de guerra que le exigía permanecer despierto. A las 20:00 se marchó a su cuartucho de la calle 24, cuartucho en el que ahora veía morir la última brasa de su cigarrillo.
“Qué alivio”-susurró y ni siquiera el eco le respondió. Lentamente se acomodó entre las cobijas de su cama de una plaza, que jamás había conocido de roces ni noches de amor, y se dispuso a dormir. Pero el sueño se le escabullía como arena entre los dedos. Morfeo se negaba a envolverlo en su abrazo, e Hilario se desesperaba más y más. Entonces, repitió aquel rito que desde niño le habían enseñado, rito que compartía con sus más remotos ancestros, rito que tanta gente de tan diversas latitudes había repetido y repetiría junto a él.
Uno, dos, tres, cuatro... comenzó a contar Hilario mientras un rebaño prolijo e inmaculado de ovejas saltaba un cerquito de madera, que Hilario imaginaba resistente y brillante. 5, 6, 7, 8, continuaba Hilario, el incipiente pastor en su mundo de realidad y vigilia. Y las ovejitas, tiernas y obedientes, se elevaban por las aires dando saltitos tímidos para continuar sucediéndose hasta el infinito. 20, 21, 22, 23, repetía Hilario, pero el sueño no llegaba y el tic tac del reloj de pared denunciaba su ausencia. 70,71,72,73 casi gritaba Hilario, en un frenesí enloquecido de berreos y chillidos, de lana que se sacudía en el aire, de ovejas que saltaban, incesantes, de tic- tacs del reloj. Hilario se enroscaba en su cama semivacía, 91, 92, 93, 94, ¡100! casi aulló Hilario, y un PAC!!! Completamente inaudito, un sonido que jamás había escuchado lo dejó semiaturdido. Por su cuartucho de la calle 24 una tierna oveja negra se paseaba campante. Hilario la observaba perplejo, la oveja se acercaba más y más, con cierta timidez. Hilario percibía el aroma del ovino, que inexplicablemente, había caído en su cuarto, escapando de la cadena infinita que la obligaría a esfumarse en el aire.
Su día había sido agotador. Había saltado más de 300 cercas, había sentido el empujón de sus hermanas animales, las mil invocaciones de insomnio que cientos de seres habían repetido casi mecánicamente. Con desgano, había masticado la alfalfa que cada día le brindaba la tierra generosa. Ella era la oveja 100. La que se encuentra en el límite de la realidad y el sueño, la que tantos niños llaman entre bostezos. Las patas le dolían, y aquel extraño ser humano, que la observaba en silencio, la intimidaba todavía más. Sin entender por qué Hilario extendió su mano velluda y acarició la cabeza del becerro. Tomó a la oveja 100 entre sus brazos y la subió a la cama. Envolviéndola de tiernas caricias, la acercó hasta su pecho, y besó su cabeza. La oveja berreaba sumisamente, y sus ojos tranquilos eran atravesados por un nuevo brillo. Juntos se durmieron en un sueño de lana y algodones.
Cuentan quienes pasaron por allí que nadie volvió a ver jamás a Hilario. Sus jefes encontraron su cuartucho de la calle 24 vacío, sólo salpicado por unos extraños vellones de lana. Los más curiosos se animan a arriesgar que desde esa noche cualquiera y por una inexplicable razón, quienes intentan contar ovejas jamás llegan a la número 100. Extrañamente, o para su alegría, se duermen antes de realizar cualquier intento.