miércoles, 26 de noviembre de 2008

Ser padres hoy


Sentía que ese era un día particular, mientras miraba a su pequeña hija corretear por la vereda de baldosas flojas. Sus piecitos eran diminutos y regordetes y a veces tropezaba por doquier con las piedras del suelo. Pensaba en su próximo dibujo, donde se propuso inmortalizar el amor por su niña pintando a una familia de leones con una cachorra: los tres felinos mirarían al horizonte naranja con ese tinte de paz que irradian las pupilas cuando no hace falta nada más. Le gustaban los leones por su bravura, pero también por la protección que brindan a sus pares. “La hembra siempre defiende a su cría”, divagaba y se convencía de que esa figura sería el mejor homenaje para su niñita.
Su hija tenía cinco años tan simpáticos como los rulos que hacían la suerte de flequillo sobre su frente. Hablaba con soltura y él sentía que su mundo giraba en torno de ella, como los planetas ofrendan su danza al sol.
A ella le gustaba que su papá la abrazara, la alzara con sus brazos fuertes y le dijera con ternura “dame un beso cabecita con resortes”.
Sin saber por qué el hombre salió de su desvarío y fue junto a la niña, que iba unos pasos más adelante. La alcanzó y la elevó entre sus brazos, y lo imprevisto del asunto provocó las risas de la pequeña, que se sorprendió por ese arrebato repentino.
En ese preciso instante, un caño con una punta similar a la de una lanza, descendió del cielo a la velocidad de una flecha y se clavó justo en el lugar donde unos segundos la niñita se encontraba jugueteando. Él la abrazó con fuerza y en su conmoción ni siquiera escuchó las disculpas del albañil que, unos pisos más arriba en un edificio en construcción, se disculpaba a los gritos por tremenda negligencia.
Llevó a su hija en brazos hasta su casa, pero no pudo hablar con nadie del asunto y continuó como si nada con el trajín del día hasta entrada la medianoche. Se despidió de su esposa y cerró los ojos en la cama.
El reloj daba las cuatro cuando sus pupilas se dilataron en la oscuridad de una forma inaudita y, aturdido por el galope de su corazón desencajado, gritó horrorizado. Ese día, Manuel comprendió que había descubierto el significado del miedo.

domingo, 26 de octubre de 2008

Decisión

Vio asomar un rayo de sol a través de un resquicio diminuto de la pared de su cárcel. Disfrutó de esa energía tenue que le entibiaba las mejillas y se bañó los ojos con su luz por última vez. Masculló la última plegaria y recordó a sus hijos, que ya estarían muy grandes. Recostado boca arriba sobre el catre, dibujó con el dedo índice el cuerpo de una voluptuosa mujer.

Cuando era niño había soñado con ser marinero, para recorrer los puntos más recónditos de la tierra. También se preguntó cómo sería vivir la vida de un pirata, y se imaginó usando un garfio como mano derecha y siendo el capitán de una carabela llena de tesoros y riquezas.

Sin embargo, creció en condiciones inhóspitas y sobrevivió al hambre como pudo, sin barco, sin garfio ni mar en kilómetros a la redonda. Su territorio más cercano era el inmenso basural que rodeaba a la urbe de la capital provincial, y allí vivió, de la comida que otros desechaban por vieja o podrida.
A los 12 años entendió que su sueño de la infancia había quedado atrás y supo que su vida transcurriría en los márgenes, “a mitad de camino entre el cielo y el infierno”, como solía repetir.

No obstante, encontró un atajo para canalizar tanta angustia y aprendió a pintar sobre las chapas y cartones que encontraba por ahí. Así, se había aprovisionado de lápices, pinturas y pigmentos que mendigó en las librerías o pedió como “muestra de solidaridad” a pintores reconocidos de la zona.

Su talento se fue perfeccionando y a los 18 años, vendía caricaturas por encargo en las esquinas del centro. Cerca de los 25 años se casó con su novia, que estaba esperando un bebé de ambos. La flamante pareja pagó todos los gastos con el dinero que él había ahorrado aplicando su arte y con los ingresos que ella tenía como moza de un bar. De él siempre decían que era “maravillosa” su habilidad para dibujar con bolígrafos.

Ahora, su cuerpo consumido por el hambre, el abandono y el hastío, yacía depositado entre las estrechas paredes de una prisión a la que llegó por una terrible equivocación. Hacía 30 años que lo habían declarado culpable de un crimen aberrante que él no cometió, en un país que apenas conocía, y que visitó para exponer sus pinturas. Luego de aquel fallo de la justicia su esposa lo abandonó en esa tierra fría y ajena, y tuvo que resignarse a vivir en su celda donde reinaban el desamparo y la humedad.

Hoy, luego de escuchar la sentencia que el juez leyó en un idioma desconocido para él, supo que su vida llegaría a su fin cuando sus venas recibieran una inyección letal. Lo habían condenado a la pena de muerte y no había ningún hombro donde recostarse a llorar.

Esa tarde recordó a sus padres, quienes le habían dedicado tiempo escaso, porque estaban muy ocupados en criar al resto de sus 10 hermanos menores.
Su memoria se asemejaba a un inmenso tablero de ajedrez, con mayoría de cuadros negros, pero él intentaba recordar el momento en que sus hijos lo llamaron papá por vez primera o rememorar a su joven mujer, cuando ella le acariciaba el cabello con ternura.

Hoy, mientras miraba su pecho y adivinaba cada una de sus costillas debajo de la piel, su antigua vida, volvía a pasar por su corazón.

Hacía tanto tiempo que no veía su rostro en un espejo que ignoraba si lo reconocería, y con tantos años de exilio y encierro, sólo le quedaban algunas palabras de su castellano natal.

Su único pasatiempo permitido en esa cárcel tétrica había sido la pintura. En blancos papeles plasmó durante años paisajes agrestes, montañas nevadas, caminos largos y escabrosos que no llevaban a ninguna parte. Pintó calles desiertas y senderos pedregosos como si al dibujarlos estuviese recorriéndolos otra vez. Sus modestas obras pegadas en la pared eran como ventanas abiertas hacia el mundo.
En cada pincelada con la que intentó matar los minutos que se sucedían todos iguales había un grito desesperado, una plegaria muda. Dentro de la cárcel el paisaje era de espanto, pero en sus pinturas florecía la vida.

La obra más admirada en el penal era un inmenso mural en donde podía verse a un imponente pirata que se encontraba timoneando una carabela cuya bandera negra, tenía estampada dos tibias cruzadas y una temible calavera en el centro. La barcaza cruzaba un mar embravecido y cientos de gaviotas surcaban el cielo negro, ya que se avecinaba una tormenta. En el cuadro, el pirata estaba solo como si fuera un fantasma viajando por el océano.

Luego de escuchar la sentencia de muerte, sus pensamientos se enredaban como una madeja y lo único que anhelaba era concretar el deseo febril de ver a sus hijos y de sentir el viento en la cara.

Su naturaleza inquieta ya se había asfixiado con tantos años de encierro y su mente estaba presa, pues la vida entera transcurría más allá de los barrotes.
En un súbito arrebato tomó uno pote con restos de pintura y lo acercó a sus labios, mientras una idea surcaba su mente. Sin prisa, comenzó a mezclar el diluyente con las pinturas, un poco de alcohol y otros líquidos que hacía años atesoraba en su celda. Se sentó en la cama y bebió el espeso brebaje hasta vaciar el recipiente.
Cuando los centinelas lo encontraron ya no respiraba, pero entre sus dedos manchados conservaba un papel lleno de garabatos donde podía leerse:

“Por años me pregunté qué es la libertad ¿Se trata de un estado de la mente?
Sin una respuesta llegué hasta el fin de mis días completamente solo. Y en el último instante, al filo de la muerte, descubrí que la libertad es resistir.
Esta decisión no fue por cobardía, ya que morir fue mi última elección. Es un acto por el que puedo sentir que soy libre. Y como si tuviera alas hoy puedo irme de aquí, sonriéndoles”.

jueves, 28 de agosto de 2008

Noticias al amanecer


Como cada día, desde hacía 60 años, doña Rosaura se despertó cuando el reloj marcó las seis en punto y el gallo lanzaba sus primeros kikirikíes al viento. Sin prisa, se calzó el batón de paño rojo oscuro, y se bajó de la cama justo encima de las pantuflas. Su marido, diez años más joven pero veinte más enfermo, continuaba roncando del lado izquierdo de la cama. La mujer encendió el fuego del hogar y puso a calentar un poco de agua para tomar mate. También, colocó un par de panecitos junto al fuego para desayunarlos tibios.

El sol todavía no asomaba, pero Doña Rosaura ya tenía todo listo. Untó los panes con manteca casera, sirvió el mate humeante, tomó el diario que había dejado su nieto, “el abogado”, el día anterior sobre la mesa, y volvió a la cama.

Su marido apenas despertaba, y Doña Rosaura lo sacudió con la misma suavidad que conservaba desde que ambos eran novios. En ese momento, el hombre abrió sus ojos grises saboreando de antemano el sencillo, pero delicioso desayuno.

Hacía varios años una extraña enfermedad lo había dejado postrado en la cama, y el shock que afrontó hizo que perdiera el habla y la noción de la realidad casi por completo. O al menos eso parecía. Por eso, todos los días Doña Rosaura practicaba un ritual amoroso para él. Al despertar, se sentaba a su lado y le leía en voz alta el diario viejo que su hijo les dejaba la noche anterior. Antes de hacerlo, la mujer elegía con ojo agudo las noticias que quería que escuchara su hombre, y alternaba entre las crónicas económicas, las notas de corte social, las curiosidades y los descubrimientos curiosos.

A veces trataba de interiorizar a su marido con informaciones de índole política, pero con el correr de los años, Doña Rosaura había comprendido que a su esposo le fascinaban las noticias policiales de tinte pasional. Para hacer más llevaderas esas escuetas piezas periodísticas, Doña Rosaura tenía un método: elegía los textos más breves de la hoja y los adornaba con adjetivos y artilugios, les inventaba nombres a los protagonistas y tejía romances y aventuras entre ellos. La mujer parecía una pintora de vívidos escenarios, que sólo habitaban en su mente voladora.

Todas las mañanas su marido la escuchaba con la atención despierta y aseveraba con la cabeza o fruncía el seño de acuerdo a las sensaciones que le generaban los relatos. A veces, dejaba escapar una carcajada y otras, respiraba hondo y lanzaba un suspiro de resignación para exteriorizar los sentires que le generaba la historia del día. De esta manera, Doña Rosaura le dibujaba con ternura la versión del mundo que le parecía más adecuada para la ocasión.

Esa mañana se había despertado ávida por una historia de intrigas, por lo que tomó el diario, y comenzó a leer en voz alta:

“Asesinaron de 16 cuchilladas a un concejal en Entre Ríos.
Sospechan que lo mató un opositor después de verlo en la cama con su mujer.

La tranquila comunidad de la localidad entrerriana de Sauce de la Luna se vio terriblemente sacudida cuando el concejal del Partido Justiciero (PJ), Florencio Acevedo, alias “Maruco”, fue encontrado muerto de 16 puñaladas en el tórax el miércoles pasado, por un vecino que se acercó al baldío donde yacía el cadáver sin vida, alertado por el olor nauseabundo del finado.

Con desesperación, el hombre llamó a la policía y, luego de algunas investigaciones, cuatro vecinas del lugar informaron que el edil fue visto por última vez en las inmediaciones del domicilio de su par por la Unión Rítmica Radical (URR), Azuceno Gorrostiaga, con quien esa semana mantuvo una disputa en el recinto del Consejo Deliberante, donde la víctima le gritó a viva voz: “¡Sos un cornudo!”.

El vergonzoso incidente condujo a los investigadores hacia la hipótesis de un posible crimen pasional, ya que otros vecinos deslizaron que la esposa de Gorrostiaga, Susana Pacher, mantenía fogosas relaciones sexuales con la víctima, cuando su esposo se ausentaba del domicilio común para irse a trabajar en aras de conseguir el pan para los dos pequeños hijos de la pareja.

Otros vecinos contaron que el martes Gorrostiaga habría llegado a su casa un poco más temprano de lo previsto de una sesión del Concejo a la que Acevedo no asistió y, sin hacer ruido, se habría asomado por la ventana desde donde vio a su querida mujer, sin el corpiño, retozando en la cama con el descarado edil.

Cabe acotar que meses atrás Florencio Acevedo, alias “Maruco”, había sido agredido con un termo, de marca Lumilagro, por el intendente de la localidad portuaria de Mazaruca quien lo acusó de acosar sexualmente a una de sus hijas veintiañeras, que estaría embarazada de trillizos. Debido a casos anteriores, los lugareños solían expresar que, “Donde Maruco pone el ojo, hace un bebé”.

En tanto, para la Justicia el principal sospechoso es Gorrostiaga, aunque la Policía no tiene detenidos por el hecho ni encontró el puñal utilizado para el sangriento asesinato de Acevedo.

Sucede que cuando los vecinos se comunicaron con las fuerzas para informarles del hallazgo del finado, los efectivos miraban la final de fútbol Argentina-Brasil en el único televisor con cable de la zona y se sospecha que, mientras tanto, alguno de los curiosos que rodeaban al cuerpo se alzó con la billetera y otras pertenencias de Acevedo, llevándose el puñal.

Sin consuelo por lo sucedido un grupo de amas de casa de Sauce de La Luna realizó una marcha de antorchas exigiendo justicia por el esclarecimiento del crimen del damnificado.

Con carteles y pancartas que rezaban “Maruco vive”, participaron de un abrazo simbólico al palacio municipal, aunque la manifestación terminó con cuatro señoras que padecieron heridas de consideración luego de trenzarse en una pelea de puños cuando descubrieron que Acevedo era amante de todas ellas, y les había prometido matrimonio antes de su brutal deceso.

El incidente sumó un elemento más a la sospecha sobre la lujuriosa conducta del occiso.

En tanto, las malogradas mujeres fueron asistidas en el Hospital Zonal Augusto Ricochet, donde se recuperan favorablemente.

Enterada de lo sucedido, Susana Pacher, la esposa del sospechoso, quiso visitar a las heridas en el nosocomio, pero cuando salió de su casa, un grupo de militantes del PJ junto a simpatizantes de la fuerza opositora, URR, que hacían guardia en el lugar, la apedrearon sin piedad y le gritaron: “¡Gata cruel!, ¡gata injusta!”.

Tras el exabrupto, Pacher también fue a parar al nosocomio, con contusiones leves en el cuero cabelludo y un esguince de tobillo que sufrió cuando se le quebró el tacón, mientras intentaba escapar corriendo de los enardecidos punteros políticos que le impidieron volver a entrar a su casa.

Como broche de oro al culebrón de este pueblito del interior, la Presidenta de la Nación, Cristina Rikchner, se solidarizó con la familia del concejal fallecido, e instó a los habitantes de Sauce de La Luna a “ablandar los corazones y recuperar el diálogo”, porque sólo de esa manera podrán esclarecer lo sucedido.

Con el corazón orgulloso por la historia que había inventado en 20 minutos a partir de tres oraciones del periódico, Doña Rosaura cerró el diario y se regodeó con la mirada de aprobación de su marido. El hombre le tomó la mano arrugada y la apretó contra su pecho con fuerza.

Así, Doña Rosaura se levantó de la cama y se dispuso a realizar las tareas del hogar, satisfecha de que su hombre seguía escuchando sus relatos sin reparar en las modificaciones que les efectuaba.

Sin embargo, cuando se quedó solo en la habitación, su marido tomó el periódico y buscó la noticia encerrada con un círculo de fibrón rojo. Sin que ella lo notara, dejó escapar una risita pícara y murmuró: “Mi Rosaura nunca va a cambiar y por eso la quiero tanto”.

Llaves que sólo cierran


“Aprender a leer (…) no huellas de lo que fuimos.Caminos hacia lo que somos”
Octavio Paz.

Los curiosos miraban con desconcierto a esa estructura que alguien había ubicado a la entrada de la escuela primaria del pueblo y se preguntaban por lo que había debajo del telón negro que cubría la parte superior del pilar, que tendría unos cuatro metros de altura. Algo incómodos, los transeúntes interrumpían su caminata diaria hacia el almacén y se paraban con las manos en los bolsillos frente a la construcción, que parecía ser la base del busto de algún personaje ilustre. “¿Quién será?”, se preguntaban, pero la tela estaba demasiado alta como para pegarle un sacudón y develar el secreto que ya inquietaba a más de un vecino.

Era un pueblo de pocos habitantes, con una sola capilla, y más de un lugareño se sintió algo defraudado porque nadie le consultó respecto de la posibilidad de emplazar una estatua frente al lugar más simbólico de la pequeña comunidad de Villa La Amistad: la escuela primaria Nº 123 Augusto Lacrosse. En esa institución pública los niños daban sus primeros pasos fuera del seno familiar y sus padres controlaban con ahínco la evolución de los pequeños en cuanto al aprendizaje de modales sociales y la adopción de hábitos de buena conducta, que les eran exigidos de forma permanente a los profesores novatos que dictaban clases en el establecimiento.

A metros de allí, el escultor observaba la escena desde la ventana de su casa y se preguntaba por los pensamientos del desfile de curiosos que se paraba frente al mamotreto. Con cada día que pasaba crecía su orgullo, y la inquietud de los pueblerinos era directamente proporcional al aumento de su ego de artista al borde de la consagración.

Debajo de la tela que le había donado el municipio local se encontraba su obra adorada, como le gustaba llamarla. La consideraba una “creación gloriosa” y le había dedicado años de trabajo de hormiga. En todo ese tiempo había recolectado cientos de llaves de bronce que la gente descartaba en los basurales, o perdía en un descuido sin notar que el artista se encontraba siempre al acecho.

Movilizado por la obsesión de conseguir el bronce, el artista estudiaba los movimientos de los enamorados, que casi siempre abandonaban sus llaves en el único club del lugar. También visitaba a quienes se mudaban para preguntarles si conservaban las viejas llaves, que ya no les servirían para nada. Se hizo amigo del dueño de la única inmobiliaria de la zona y, además, había pedido donaciones, pero sin revelar el destino que les daría.
Tantas llaves juntas servirían para abrir la cerradura correcta, esa que le permitiría escapar de Villa La Amistad para dar a conocer su talento “al mundo entero”, como le gustaba decir. Ese fue el motor que lo llevó a emprender tamaña y secreta empresa.

Había reservado una habitación especial para acopiar el precioso tesoro en su casa, y allí se pasaba muchas tardes contemplando las llaves, que pendían de hilos transparentes desde el techo, y le cantaban una suave melodía cuando la brisa las alcanzaba. Otras estaban embaladas en cajas, y había algunas tan antiguas que le habrían dejado mucho dinero en una casa de empeños. Jamás permitió que nadie entrara al lugar de sus amores, en donde había pergeñado construir el monumento.
Cuando juntó exactamente 1.245, 4 kilogramos de bronce se decidió a iniciar la obra de su vida.

Le llevó más de dos años de solitario esfuerzo tallar aquel rostro que volvía a ver todas las noches cuando cerraba los ojos y se disponía a dormir, con los brazos cansados de tanto golpear el metal y los ojos irritados por el polvillo. Pidió ayuda a un mecánico del pueblo que se encargó de fundir el material. Construyó el molde con esmero, y combinó como pudo sus horas de trabajo como guía en el museo local, con las noches de esfuerzo desmedido para terminar el busto.
Cuando las autoridades de la pequeña localidad aprobaron maravilladas la obra del artista, le prometieron una inauguración del trabajo con pompas y honores. Allí estaría presente el mismísimo gobernador de la provincia, don Sergio Barrigurri, junto a su flamante gabinete de ministros. Con una sonrisa ambiciosa, el artista recibió la noticia de que el primer mandatario provincial estaría acompañado por su señora esposa, la bellísima señora Cristina de Barrigurri, una mujer que al pasar dejaba flotando en el ambiente una estela de respeto entre los presentes por su carácter fuerte y su perfume aún más intenso.

Para la ocasión la banda de la Policía de la Provincia interpretaría sus mejores estrofas y la fiesta de inauguración congregaría a todo el pueblo alrededor de la obra, que estaría cubierta por 15 días con una tela negra para generar mayores expectativas entre los parroquianos.

Antes de la pomposa ceremonia, y frente a la mirada cada vez más acuciante de los pueblerinos, comenzaron las obras de refacción de la plaza que estaba emplazada enfrente del monumento secreto. Una cuadrilla de empleados comunales munida de brochas y baldes de pintura coloreó los cordones de las calles aledañas al monumento y se repararon las veredas que rodeaban a la escuela. Además, se colocaron farolas en toda la zona, que hacía 25 años sólo contaba con dos focos amarillentos que en las noches de calor se llenaban de insectos.

En los canteros, se plantaron jazmines y malvones y se colocaron bancos alrededor del monumento, que seguía cubierto por el telón negro. El pueblo asistió maravillado a la puesta en funcionamiento, después de 25 años, de la fuente de la plaza. El único que lo lamentó fue un linyera que maldijo el emprendimiento en un idioma ininteligible. Es que hacía mucho tiempo había decidido no regresar a su país después de pasar unas vacaciones en Villa La Amistad y había adoptado la fuente como guarida cuando se le cansaba la espalda de dormir en los bancos del parque. “Este país es una porquería”, fue la única maldición audible que salió de su boca maloliente.

Embelesado por la magnitud de los preparativos, el artista ya se imaginaba el momento en que lo declararían ciudadano ilustre del lugar. “Las generaciones venideras me recordarán cuando lean mi nombre en esta creación”, murmuraba con el pecho inflamado de orgullo.

Llegó el día 14 y la curiosidad popular había crecido tanto como el amor propio del artista, pero hacia las 19, cuando todo estaba listo para el festejo del día siguiente, se desató un temporal pocas veces visto en la zona. La lluvia fue tan fuerte que despintó las calzadas frescas y el granizo posterior destruyó las flores recién puestas en los canteros. Los jazmines y malvones se hicieron trizas en medio del barrial que se formó en la tierra recién movida.

En medio de la tormenta, y nadie sabe cómo, un peón que había bebido unas copas de más en el boliche se trepó al monumento y quitó la tela que lo cubría. En ese momento, un rayo que parecía sobrenatural iluminó el cielo cuando la tela cayó al piso y se descubrió el busto del Libertador, Don José de San Martín. Cuentan los abuelos de la zona que el hombre cayó de espaldas al suelo y se quedó contemplando el busto del héroe que cruzó la cordillera de los Andes para “liberar a la patria”, como enseñaban en la escuela, mientras el rayo iluminaba el entrecejo fruncido del prócer. Un trueno de sonido indescriptible interrumpió la zozobra del borracho, y de paso, ahuyentó a su caballo. El hombre se sintió invadido por un miedo profundo y tomó conciencia del grave error que había cometido. Como pudo, se fue corriendo del lugar sacudiendo los brazos y tratando de que sus piernas viejas lo llevaran lejos de allí.

Pasaron dos días de intensa tormenta y cuando concluyó el temporal, muchas personas se congregaron alrededor del busto. Aquel día de sol se reveló el misterio que los había tenido en vilo durante dos semanas, aunque varios dudaban de la identidad del prócer: “¿Es San Martín o Belgrano?, ¿es Moreno o Artigas?”, se preguntaban mientras contemplaban el monumento humedecido. Por su parte, el intendente de Villa La Amistad decidió posponer las celebraciones debido a los destrozos que generaron las condiciones climáticas y al borracho, que arruinó la sorpresa. Su mujer lo convenció de tomar la decisión: “El prócer tiene el rostro algo afeminado”, cuentan que le dijo al oído con su lengua afilada.

La obra nunca se inauguró de forma oficial e incluso muchos habitantes de la zona todavía desconocen de quién se trata, porque ni siquiera una placa identificatoria le colocaron.

Del artista se olvidaron todos, y aquella noche fatídica cuando llamó a su madre la mujer quiso consolarlo, pero lo aleccionó: “M’hijo, tiene que saber que en este pueblo naides es más que naides”, cuentan que le dijo. El escultor colgó el teléfono con furia, se encogió de hombros, culpó a los pueblerinos por su fracaso y se marchó de la Villa La Amistad, sin que nadie notara su ausencia.

De su afición por juntar llaves sólo quedó el recuerdo y únicamente conservó las de un cofre donde guardaba un escrito de su autoría, en el que había narrado la historia de un escultor que luego de consagrar su vida a la creación de una fabulosa obra de arte, vivía plácidamente de los réditos de su trabajo. No obstante, una noche de invierno, alguien entró al cuartucho que habitaba y se robó su escrito sin que lo notara. Meses después, las “Memorias del Artista Sublime” fueron publicadas en todo el país, y una joven escritora, de apellido Tomasola, se llevó todos los honores del caso.

martes, 6 de mayo de 2008

Yo no soy esa mujer


Muchos todavía recuerdan el día en que me convertí en la primera muchacha de la zona que se casó vestida de negro. Las damas de la Liga de Madres quedaron boquiabiertas cuando atravesé las puertas de la iglesia hacia el altar. Si hasta mi bombacha era nocturna y el vestido no dejaba escapar ni un milímetro de piel por alguna puntilla mal calculada. Tenía un rodete francés sujetado con alfileres de plata, negro el faldón y el corset, negra la cola y los guantes; negra toda mi boda.
Por esos días el mundo se debatía en la Segunda Guerra Mundial y mientras los regímenes totalitarios se adueñaban de la mitad del mundo mis 17 años me encontraban casándome con aquel lúgubre vestuario. Había 39 grados y el calor era más agobiante para mí al sentir las miradas acuciantes de quienes no eran mis familiares cercanos y desconocían los motivos de ese atuendo, aunque mis parientes y amigos no se sorprendieron. Era la mayor de 12 hermanas y en aquellos años imperaba la costumbre de usar luto total cuando algún allegado se moría. Así, vestía seis meses de negro de la cabeza a los pies y, posteriormente, otros tres meses de medio luto mientras mis hermanas menores sólo llevaban un moño de raso en el cabello.
En mi familia hubo tal seguidilla de muertos que pasé mi adolescencia vestida de negro y pospuse mi boda dos veces raíz de los decesos. Parecía que mi función era rendir honores a quienes se iban de este mundo.
Casi naturalmente me convertí en la esposa del señor Zanacchi, un asiduo visitante de mi casa paterna. Él era el titular de una prestigiosa sedería local y tenía una singular manera de aumentar sus ganancias. Al amanecer estudiaba los obituarios del periódico mientras desayunaba. Luego, con una prestancia de noble, el señor Zanacchi se dirigía al hogar de los familiares del finado de turno para ofrecerles un sinfín de géneros destinados a la confección de los vestuarios. El pulcrísimo vendedor gozaba de una fama exquisita por la delicadeza de las telas y por la sagacidad con que sabía cada detalle de los decesos: domicilios de los deudos y cantidad y tallas de los miembros de la familia. Los vecinos cambiaban de vereda cuando lo veían venir, con su pelo engominado. Se diría que mi marido era como la sombra de la Parca, llegaba siempre detrás suyo.
Ya pasó demasiado tiempo desde aquellos años de negros faldones. Los lutos quedaron atrás y están mal vistos los velos, los guantes de lamé y las blusas de encaje más oscuras que la noche. Nadie fue de negro a mi entierro. Ni siquiera yo misma estaba así vestida cuando mi cuerpo yacía inerte varios metros bajo tierra. Cuando todavía vivía, escribí en mi testamento que deseaba un vestido rojo para gozar del descanso eterno y mis hijos cumplieron con lo requerido.
Minutos antes de morir me miraba al espejo sin saber que sería la última vez que me retocaba el peinado. Desconocía que mi corazón estaba tan cansado y enfermo. Entonces, me invadió un dolor tan agudo en el pecho que perdí el conocimiento y quedé tendida en el suelo de madera del dormitorio. Tenía el pelo color ébano, muy largo y brilloso, a pesar de los años. El rodete quedó sin terminar, pero mi vida había llegado a su fin.
Lo que más lamento es que mi existencia quedó inmortalizada en una enorme fotografía que han conocido mis hijos, nietos, bisnietos y tataranietos. Todas las generaciones venideras me vieron en esa foto donde llevo uno de esos vestidos de encaje negro que tanto odié.
Cuando nadie lo nota voy hasta el antiguo comedor familiar y me paro frente al cuadro que ya está algo decolorado por el paso del tiempo. Imagino que lo quito de la pared y lo escondo en algún rincón oscuro de la casa, pero es imposible. El cuadro sigue allí y yo sin poder hacer nada. No obstante, sigo guardando esperanzas de hacer desaparecer de la memoria de mis descendientes esa imagen que detesto. Por eso, cuando visito la casa me pongo el mejor vestido rojo y mis labios destellan más que la luna. No vaya a ser que algún noctámbulo de la familia me confunda con una viuda y me ofrezca un pañuelito de papel.

Noralí

domingo, 30 de marzo de 2008

Eterno retorno


…Una historia real, ocurrida en Islas del Ibicuy- Entre Ríos…


Don Pepo Mair tenía el pelo blanco como la cal. Era un hombre fornido y en su juventud más de cien mujeres lo habían deseado y otras más habían compartido con él las veleidades del adulterio, las corridas y escaramuzas que inventaba Don Pepo para su mujer. Aquellas mentiras impiadosas le permitieron vivir cientos de siestas en compañía de esposas ajenas, de señoras jóvenes y carnosas que lo amaban en uno de los tres hoteles de mala muerte del pueblo costero donde vivía. Tres o cuatro veces por semana ya pasado el mediodía Don Pepo ensillaba su caballo y luego de despedirse de su hacendosa esposa, montaba el pura sangre y enfilaba hacia el pueblo, donde seguramente lo esperaba una bella doncella de labios carmín.
Los días pasaban iguales y la vida del pueblo parecía transcurrir sin sobresaltos. Los lunes por la noche Don Pepo se reunía en una de las tabernas de la zona con otros lugareños a descorchar ginebra y jugar al truco. A veces le llevaba algún trofeo a su mujer: un sombrero de paja que ganaba en las apuestas o un par de zapatos de tacón que algún otro jugador había empeñado sin que su esposa lo supiera, a falta de monedas para las apuestas. Tenía tres hijas y un varón y vivían todos juntos en el campo, ubicado a unas cuantas leguas del pueblo.
El cura local era un asiduo visitante de la familia y cuando llegaba a la casa los Mair lo recibían con manjares y perfumes, las camas tendidas, el piso barrido y las jarras llenas de agua fresca y vino. Unas horas antes de su arribo los floreros se colmaban de flores silvestres en homenaje a tan ilustre visitante. Mucho tiempo después, los vecinos conocerían los motivos de las insistentes visitas del religioso. Cuando Don Pepo ya estaba sumido en los ribetes de la vejez y padecía su coletazo de achaques y alcanfores confirmó el chisme por todos repetido, el cura estaba perdidamente enamorado de su hija Marta y en las noches de calor ambos se internaban en el monte para desatar sus sentidos sin que ninguna sotana negra interfiriera en la pasión abrumadora que los atravesaba desde la cabeza a los pies, como una corriente eléctrica. Sin embargo, la familia Mair hizo tripas corazón y siguió recibiendo al religioso en la casa como si a ella arribase un rey. En el fondo se sentían halagados de que la figura más importante de la zona compartiera el almuerzo con ellos, más allá de sus asuntos y de sus amoríos.
De tanto en tanto, el río Paraná crecía sin clemencia y arrasaba con todo a su paso, incluida la casa de Don Pepo que más de una vez sucumbió bajo el agua. No obstante, los Mair renacían cada año como el yuyo resistente que bordeaba los caminos de tierra de la zona. Parecían mimetizados con la aridez del ambiente. “De acá no nos vamo’ más”, repetía Don Pepo que todos los años debía reponer alguna pared o reconstruir los pocos muebles que el río les dejaba disponible para empezar de nuevo, con la firme convicción de que podrían imponerse a los caprichos del monte.
Sin embargo, aquellos denodados esfuerzos no fueron gratuitos para el viejo y cuando cumplió 70 años su cuerpo se negó a seguir adelante y la parte derecha de su ser sufrió una parálisis de la que nunca se recuperó del todo. Al mismo tiempo su esposa se volvía cada vez más joven y activa, era la envidia de las otras mujeres que apenas podían caminar. A veces, Doña Mair miraba a Don Pepo y le susurraba impasible: “Estás pagando por tus mentiras”, pero él estaba encerrado en una cáscara muerta sin poder responder.
La parálisis se volvió movimiento en unos años, pero las secuelas en la memoria de Don Pepo fueron irreversibles. A veces se levantaba para ensillar el pura sangre y había que repetirle que no quedaba bicho vivo de su antigua hacienda porque la pobreza los había obligado a vender todo. De su otrora numeroso ganado sólo sobrevivieron dos chanchos y algunas gallinas rengas.
En otras ocasiones se sentaba a matear con las pupilas fijas en el horizonte y cuando lo invadía una cólera inexplicable llamaba a los gritos a sus hijas. Su mujer acudía corriendo y le explicaba que las tres muchachas eran adultas y se habían marchado a la Capital, donde vivían con maridos acaudalados y mandaban a sus hijos a las mejores universidades.
Un solo hijo le había quedado a Don Pepo en el pueblo y era tan simple como su nombre: Juan. Día por medio el menor de los Mair visitaba a los dos viejitos en su desgastada Chevrolet. Cuando Don Pepo lo veía acercarse por el camino de ripio se acomodaba la ropa, se peinaba los tres pelos que le quedaban y una sonrisa destellaba en su boca despoblada de dientes. Cuando Juan lo saludaba, Don Pepo le pedía lo mismo de siempre, que lo llevara al pueblo, a casa de su amigo Ceferino y después a recorrer los viejos bares de su juventud para “humedecer el garguero”, como decía él.
Casi recitando el guión de una película su hijo le explicaba que Ceferino había fallecido hacía casi ocho años, que habían demolido su casa, que ya todos sus amigos estaban enfermos o muertos y que de los bares que anhelaba visitar sólo quedaban los recuerdos.
No obstante, el viejo no se rendía. Tomaba la rama que usaba de bastón, y con las pocas fuerzas que le quedaban caminaba hacia el auto, mientras Juan lo seguía casi jugando. Se aferraba a la manivela y amenazaba con abrir la puerta, pero sus fuerzas eran tan escasas que se quedaba en el intento. Fueron tres años de ruegos y súplicas y el padre le ganó al hijo por cansancio. A Juan no le quedó otra alternativa que llevarlo una mañana al pueblo de sus amores, que el viejo no veía desde hacía 10 años.
Recorrieron numerosas calles y atajos y pasaron por los bares ya cerrados. Desde la vereda podían verse las estanterías despintadas, con botellas llenas de telas de arañas y aberturas destruidas que ahora sólo atravesaban los fantasmas.
Don Pepo le pidió a su hijo ir a la casa del gallego Manuel, pero cuando llegaron al lugar el hombre, perdido y en piyamas bajo el sol del mediodía, ni siquiera los reconoció. Luego, se dirigieron hacia lo que quedaba de la morada de Ceferino, el mejor amigo de Don Pepo. Un poco antes de llegar, Juan volvió a explicar a su padre que su amigo estaba muerto, como para amortiguar el impacto que implicaría para el viejo confirmar con hechos lo que su mente no podía aceptar. El vehículo se detuvo frente a un terreno lleno de escombros y paredes derruidas y sólo en ese momento Don Pepo lo comprendió todo y bajó la cabeza en silencio.
Lleno de culpas y temiendo que el golpe fuera demasiado duro para su padre, Juan se lo llevó rápidamente del terreno, mientras Don Pepo clavaba los ojos húmedos en el horizonte, tratando de disimular las lágrimas. De súbito Don Pepo le pidió frenar frente a una tienda de productos para el hogar para comprar un juego de sábanas. Juan le hizo caso y cuando encontraron una, descendió del vehículo. Minutos después regresó con un juego de sábanas nuevito y envuelto en papel de almacén que le entregó a su padre. “Esto es pa’ tu madre”, le dijo el viejo sin ahondar en más detalles. Juan encendió la Chevrolet y volvieron raudamente a la casa de Don Pepo por el camino de arena.
Doña Mair los esperaba despierta y al verla el viejo le tendió la mano y le entregó el juego de sábanas como si se tratase de una ofrenda. Parecía decirle enmudecido que aunque recorriera muchos caminos todos lo llevarían a esa vigorosa mujer que sólo pestañeó, guardó el regalo en un cajón y se acostó a dormir sonriendo por dentro.
Esa noche Don Pepo se levantó sigilosamente hacia el ropero y buscó las sábanas aún dobladas. En silencio se abrazó a las telas, aspiró su perfume y lloró amargamente, recordando las veces en que su cuerpo joven y fornido había retozado entre mantas ajenas, que no eran de su casa ni de su cama. Doña Mair fingía dormir, pero escuchaba con el corazón apretado. Pasados unos minutos, Don Pepo enjugó sus lágrimas, guardó las mantas en el ropero y se recostó silencioso a su lado, como desde hacía cincuenta años…

Noralí Moreyra

sábado, 8 de marzo de 2008

Por el boulevard


“Por el boulevard de los sueños rotos
desconsolados van los devotos
de San Antonio pidiendo besos”.Joaquín Sabina

“¿Dónde estás?” “¿Cómo sos?”, estas dudas le picaban como agujas cada mañana cuando pensaba en Él, aunque se repetía inmediatamente después que el hombre ideal no existe. Sus años no pasaron en vano y además de enternecedoras pecas, su piel tenía muchas huellas de noches de amor. Escuchó un te amo tantas veces que no recordaba ni las voces de quienes le dedicaron esa frase universal. “¿Dónde estás?”, preguntaba cada noche y el sol que entraba al amanecer por la ventana de su cuarto no traía respuestas.

Un día alguien le comentó al pasar que en su ciudad existía un estrecho pasaje denominado “El Boulevard de los Sueños”. La leyenda contaba que allí se resolvían las penas de amor y que en él encontraban descanso las almas inquietas. “En esa callejuela estrechan sus manos los enemigos, los escépticos recuperan la fe y los ricos sienten caridad”, le dijeron. “Sin embargo quienes lo encuentren no pueden develar su ubicación”, agregaron. Nada más le importó desde entonces: sólo encontrar ese pasaje y en los ratos que no dedicaba al trabajo recorría los rincones en una búsqueda frenética, pero las horas se hicieron días, meses, años.

Él también lo buscaba. Cerraba los ojos y se transportaba al centro de la callejuela donde sus manos de escritor apretaban las de una mujer de ensueño, pero sus esperanzas se apagaban cada día, ahogadas por el humo de los bares que recorría solitario. Sus huesos se volvían frágiles y su piel pálida como el arroz mientras su vida transcurría en las sombras de una redacción. Aunque amaba su profesión deseaba escapar del edificio para buscar el Boulevard.

Pasaron los años y les ganó el hartazgo. Con desilusión ambos se prometieron nunca más pensar en el tema y abandonaron el juego, pero esa noche Ella y Él, soñaron el mismo sueño, la misma calle de adoquines desparejos, los mismos ojos que se encontraron y el mismo beso dulzón que amenazaba con detener el tiempo en ese instante. Se acariciaron con delicadeza sin enredarse y el murmullo del Boulevard se apagó para ambos. Pero ya era tarde, porque unas horas antes habían bajado las banderas. Los dos se despertaron con un terrible nudo en la garganta aquella mañana.

-Un final alternativo:

…Nadie los volvió a ver desde aquella noche. Inútil fue intentar localizarlos. Vivían en países diferentes y sus fotos recorrieron juntas el mundo sin que nadie estableciera entre ellos ninguna conexión, los olvidaron rápido porque ellos eran sólo dos gotas en el mar inmenso del mundo. Sin embargo, supe que viven en el Boulevard de los Sueños y lo cierto es que jamás regresarán. Mientras tanto sigo sentada aquí esperando que me llegue el turno de encontrarlo. Tengo la certeza de que ese día puede ser hoy o puede no llegar nunca…

Noralí Moreyra

miércoles, 27 de febrero de 2008

La visita


Reía sola sentada en el banco de la plaza. Llevaba con ella un pequeño monedero con piedras incrustadas y brillantes. Tenía una larga cabellera negra que le cubría la frente y los ojos. Estimo que por su postura reía sola. Su cara se perdía en la negra maraña de su cabellera. Movía sus pequeños piececitos cubiertos por medias con puntillas y zapatos de charol. La gente la miraba extrañada, pero ella estaba más allá de todo. Sin pensarlo mucho me senté a su lado, como intentando que su fragancia de jabón y lavanda me envolviera. Ni siquiera se inmutó. Seguía con sus manos juntas sujetando el monedero, y pude percibir que tendría entre unos 19 y 20 años. Quise que me notara. Encendí un cigarrillo y largué un humo tan denso, que, supuse la haría toser. Pero nada. Seguía inmutable en su sillón. Haciendo gala de mis dotes de conquistador intenté acariciarle el muslo izquierdo que se adivinaba terso y redondeado debajo de la gasa semitransparente de su vestido. Acerqué mi mano lentamente, y mi dedo meñique alcanzó a sentir la suavidad de esa carne joven que emanaba un perfume encantador. Cuando quise quitar mis dedos de aquella piel sedosa, ya era demasiado tarde. Un fuego indescriptible corría por mis dedos, parecía un río de lava que me subía por las venas y se acercaba peligrosamente hasta mi corazón. Quise gritar, pero ningún sonido salió de mi boca petrificada. Busqué sus ojos con los míos suplicando piedad, pero la maraña negra de pelos seguía cubriendo su cara, si es que allí abajo había algo que pudiera describirse como eso. Mis dedos se derretían y el dolor ya era insoportable. Cuando pensé que sólo la muerte acabaría con el suplicio al que la extraña joven me estaba sometiendo me desmayé de dolor. Al despertar, tomé la decisión. La joven se había marchado y sólo dejó sobre el banco de la plaza el horrible monedero. Como pude lo tomé con mi mano sana, y al abrirlo descubrí que ocultaba una dirección. Me paré dispuesto a encontrar ese lugar, desconociendo por qué mis piernas me llevaban al sitio, y atravesando caminos por los que alguna vez ya había transitado. Caminé y caminé hasta entrada la noche. Busqué abrigo debajo de unos árboles, pero algo inaudito me indicaba que debía seguir hasta el destino que el papel mugriento me había marcado. Pasaron más de 10 horas. Y lo encontré. Llegué a ese baldío semidesierto, al lugar espantoso que mi mente se había encargado de anular, a ese campito donde una vez se me acercó una muchacha, morocha y romántica. A ese terruño en donde la vejé sin piedad, olvidando su corta edad, sabiendo que dañaría todas sus ilusiones. Allí, donde mis deseos adolescentes me hicieron despotricar de amor y lujuria, contra ese cuerpo pequeño y virgen que se resistía a mi amor. Recordé los arañazos, los gritos de dolor, el miedo atroz de esa niña a la que obligué a hacerse mujer. Escribo esta historia dentro de mi celda. Sólo yo supe por qué me entregué a las fuerzas policiales casi 20 años después de aquel hecho aberrante. Purgo mi culpa, cuando cada noche esa mujer golpetea con sus dedos los barrotes de mi celda. Como si acariciara un arpa. Como si así, finalmente, pudiera ejecutar la dulce melodía de su horrorosa venganza.

Noralí Moreyra

El llamado

EL AMOR: (…)“Es la apertura al juego incierto del azar, hasta el extremo del extravío y de la impotencia, de la donación incondicional y de la pérdida de sí”(…). Bataille



Aquella melodía era un bisturí rasgando la brisa nocturna. Recorría las calles y penetraba en todas partes cual serpiente escurridiza. Irrumpía en los oídos y sacudía el alma quitando el polvillo a las emociones sepultadas. Su autor, un violinista no tan joven, rasgaba el instrumento como si lo acariciase. En su rostro blanquecino y con finas arrugas era fácil percibir la pasión por su arte. El hombre se ganaba el pan con sus notas y la gente pagaba por los viejos amores que sus canciones instalaban otra vez en la memoria o dejaban monedas por los besos a los que esas canciones inducían en ese público casual que suele rodear a los artistas de este tipo.

El violinista enamoraba y lo sabía. Sus ojos abstraídos no dejaban de registrar a cada mujer que se detenía, absorta, a disfrutar del espectáculo. Y ellas eran tantas que muchas veces tropezó en sus ritmos, distraído por algún escote suculento o unas piernas de belleza escandalosa. Sin embargo, nunca reparó en su fiel admiradora. No vio su piel surcada por los años, su pelo ceniciento ni sus pequeños pies que se esforzaban por marcar los intrincados ritmos.

Cuando cada noche el violinista se paraba en la acera para ejecutar sus canciones ella acudía a la cita, se colocaba a un costado y lo observaba enternecida y aunque su cara estaba tan arrugada como una pasa de uva sus pupilas centelleaban buscando chocar con las del músico.

Ella sabía que su frente se marchitaba cada día y sentía que su sangre ya no era joven. Conocía perfectamente los achaques de su vejez, pero se mantenía incólume, aunque ya ni su olor fuera el mismo. Perdía el sueño preguntándose cómo hacer para romper la densa soledad de su vejez develando el incómodo secreto al violinista, confesándole su tortuosa pasión.

Una noche la anciana tomó una decisión que la hizo sonreír a solas frente al espejo que decoraba su casa vacía. Buscó el papel perfumado con vainillas que guardaba en el cajón de su mesa de luz, se puso los anteojos de marcos oxidados, y sentada en su enmohecido comedor escribió una carta para el violinista. La sorprendió el amanecer dormida en la mesa, pero con el escrito más importante de sus años por fin finalizado.

Esa noche depositó el sobre sin remitente en la caja donde los transeúntes dejaban el dinero para el músico, que ni siquiera notó el gesto. Después, se ubicó frente a él con las mejillas viejas ardiendo como brasas. Esperó unos minutos y antes de partir imaginó que lo abrazaba, aunque sus brazos desvalidos no se movieron del lugar. El violinista no estaba allí. Navegaba como todas las noches en su barco de notas, surcando el mar de pentagramas. Con un nudo en la garganta, la mujer ahogó sus lágrimas y se marchó sabiendo que sin él su cuerpo sería otra vez la seca corteza de un árbol centenario. Sólo le quedaba morir.

Aquella noche, el violinista dejó ir a la única mujer que lo amó. Desde entonces esperaba febrilmente a la autora de la carta que encontró junto a un par de monedas, con unas palabras tan sentidas que despertaron sus ansias de conocerla. Pero inexplicablemente no recordaba su rostro entre el público, ni su vestido ni su mirada. Quería verla, besarla, sentirla. La esperó por años, pero ella jamás regresó.

Una madrugada de abril el artista murió en la cama con la única compañía de su adorado violín y rodeado de decenas de manuscritos que contestaban una carta sin firma que la policía encontró clavada en la pared de su cuarto de soltero.
Años después las melodías del violinista aún siguen palpitando en las noches que él habitaba con su música, como un lamento del más allá cada vez más desgarrador, como un llamado desesperado imposible de silenciar.