martes, 17 de abril de 2007

La oveja 100

Hilario apagó el último cigarrillo con lentitud de caracol. Los párpados le pesaban más que nunca en esa noche de invierno que calaba los huesos. El día había sido agotador, la espera en la cola del banco, los autos en su incansable ir y venir, la gente gris de la oficina, el encierro que se metía por los ojos, por la boca, por las orejas. Había trabajado tanto durante la jornada que no recordaba ni siquiera si había mantenido alguna conversación trivial con sus colegas del estudio. Sin ganas, había masticado la comida con sabor a cartón que cada mediodía le acercaba un cadete de la rotisería “¿Qué comemos hoy?”. La tarde lo encontró como tantas tardes, sumergido en un bosque de boletas a llenar y documentos cruciales que reclamaban su firma. Cerca de las 18:00 Hilario cerró los ojos y aspiró el aire viciado de respiraciones ajenas y olores humanos que genera el encierro, pero no pudo dormir. El ruido del teléfono lo interrumpió con su chillido incesante, casi insoportable, casi casi como un grito de guerra que le exigía permanecer despierto. A las 20:00 se marchó a su cuartucho de la calle 24, cuartucho en el que ahora veía morir la última brasa de su cigarrillo.
“Qué alivio”-susurró y ni siquiera el eco le respondió. Lentamente se acomodó entre las cobijas de su cama de una plaza, que jamás había conocido de roces ni noches de amor, y se dispuso a dormir. Pero el sueño se le escabullía como arena entre los dedos. Morfeo se negaba a envolverlo en su abrazo, e Hilario se desesperaba más y más. Entonces, repitió aquel rito que desde niño le habían enseñado, rito que compartía con sus más remotos ancestros, rito que tanta gente de tan diversas latitudes había repetido y repetiría junto a él.
Uno, dos, tres, cuatro... comenzó a contar Hilario mientras un rebaño prolijo e inmaculado de ovejas saltaba un cerquito de madera, que Hilario imaginaba resistente y brillante. 5, 6, 7, 8, continuaba Hilario, el incipiente pastor en su mundo de realidad y vigilia. Y las ovejitas, tiernas y obedientes, se elevaban por las aires dando saltitos tímidos para continuar sucediéndose hasta el infinito. 20, 21, 22, 23, repetía Hilario, pero el sueño no llegaba y el tic tac del reloj de pared denunciaba su ausencia. 70,71,72,73 casi gritaba Hilario, en un frenesí enloquecido de berreos y chillidos, de lana que se sacudía en el aire, de ovejas que saltaban, incesantes, de tic- tacs del reloj. Hilario se enroscaba en su cama semivacía, 91, 92, 93, 94, ¡100! casi aulló Hilario, y un PAC!!! Completamente inaudito, un sonido que jamás había escuchado lo dejó semiaturdido. Por su cuartucho de la calle 24 una tierna oveja negra se paseaba campante. Hilario la observaba perplejo, la oveja se acercaba más y más, con cierta timidez. Hilario percibía el aroma del ovino, que inexplicablemente, había caído en su cuarto, escapando de la cadena infinita que la obligaría a esfumarse en el aire.
Su día había sido agotador. Había saltado más de 300 cercas, había sentido el empujón de sus hermanas animales, las mil invocaciones de insomnio que cientos de seres habían repetido casi mecánicamente. Con desgano, había masticado la alfalfa que cada día le brindaba la tierra generosa. Ella era la oveja 100. La que se encuentra en el límite de la realidad y el sueño, la que tantos niños llaman entre bostezos. Las patas le dolían, y aquel extraño ser humano, que la observaba en silencio, la intimidaba todavía más. Sin entender por qué Hilario extendió su mano velluda y acarició la cabeza del becerro. Tomó a la oveja 100 entre sus brazos y la subió a la cama. Envolviéndola de tiernas caricias, la acercó hasta su pecho, y besó su cabeza. La oveja berreaba sumisamente, y sus ojos tranquilos eran atravesados por un nuevo brillo. Juntos se durmieron en un sueño de lana y algodones.
Cuentan quienes pasaron por allí que nadie volvió a ver jamás a Hilario. Sus jefes encontraron su cuartucho de la calle 24 vacío, sólo salpicado por unos extraños vellones de lana. Los más curiosos se animan a arriesgar que desde esa noche cualquiera y por una inexplicable razón, quienes intentan contar ovejas jamás llegan a la número 100. Extrañamente, o para su alegría, se duermen antes de realizar cualquier intento.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Recuerdo aquella vez que leí sobre las ovejas de la Nori, guardé el cuento, se planchó mi Pc y el cuento se fue. Hoy acá lo encuentro y me vuelve a gustar...Eleanor Rigby

Anónimo dijo...

Primera vez que leo este cuento tuyo... y me gustó muchísimo. Es casi una fábula, nena. Beso enorme. Julia.

Rene Gómez dijo...

HEY NORAAAAA MUY BUENO TU BLOG!!!! NO LO LEI ENTEREO PERO LE HICE UNA OJEADA JEJE ME RE INTERESOOOO TA RE BUENOOOO...SEGUI ASI QUE VA PA ARRIVA!!!! VEO EN UN FUTURO NO MUY LEJANO QUE SE VA A LLENAR SUERTE Y EXITOS....KRLITOS