miércoles, 15 de abril de 2009

Dulce espera


¿Cómo serás? Hasta el momento no imaginé lo que significaría llevar una vida adentro de la mía, aunque presiento que debe sentirse como si bien adentro brotase una flor, o creciera un pequeño arroyito que se transforma en un río revuelto. Quizás sea algo tan maravilloso como ver germinar una semilla o sentir el latido de otro corazón en otro pecho. Cosas simples, cotidianas y al mismo tiempo mágicas.
Quizás se sientan mariposas en el estómago o cosquillas en el vientre. O muchas ganas de reír y de llorar o gritar. ¿Cómo serás? ¿Cuándo serás? ¿Cómo seremos?

jueves, 2 de abril de 2009

Una noche en el club El Progreso

Hacía más de 80 años que el viejo bar del Club Progreso olía a cigarrillo y whisky mezclado con vino tinto y sudor de los clientes que, cada noche, iniciaban su rutina de tragos, bochas y póker en las mesas del añejo lugar. Los puntos se contabilizaban con tapitas de plástico rojo y un mozo se acodaba en el mostrador para controlar que nadie hiciera trampa.
La dueña del lugar, de batón a la rodilla y ojotas gastadas, compartía la mesa con los jugadores y, de cuando en cuando, echaba una mirada a los nuevos clientes para preguntarles si precisaban “alguna copita”.

Hacia las 22 las jugadas se apuraban y el ambiente se tornaba más tenso. Cuando la cosa se complicaba algún jugador dejaba entrever la culata de su revólver debajo de la camisa mal arreglada.
El péndulo de un viejo reloj de pared marcaba el paso arenoso de las horas en aquel bodegón sin tiempo cuya dueña, también sin tiempo, se acomodaba de cuando en cuando los anteojos reparados con cinta de embalar. Llegada la medianoche la mujer se levantaba de su banqueta y arrimaba la puerta de madera.
En el salón contiguo al bodegón ya comenzaba a sonar la música electrónica, y se encendía la bocha de luces que iluminaba la pista de baile y el barman de torso bronceado y musculoso comenzaba a preparar tragos multicolores para la multitud de jóvenes que esperaban para ingresar al moderno pub bailable que funcionaba en otro salón del Club.

Antes de entrar, las adolescentes se apoyaban en la ventana del bodegón, sin respetar ese silencio de hospital que reinaba cuando las jugadas ya llegaban a su fin, y clavaban sus ojitos en las mesas anacrónicas.Nunca faltaba el gaucho que por deslizar la pupila en un escote perdía la partida, y comenzaban los insultos y botellazos. La paz del lugar llegaba a su fin.

Era dulce observar esa postal de luces amarillas y guapos de camisas y pantalón “de salir” intentando conservar el oasis detenido en el tiempo, que sucumbía bajo la invasión de jovenzuelos enfundados en pantalones chupines y chicas tomadas de la mano.
La última partida de cartas culminaba pasada la medianoche. Entonces, los jugadores se retiraban del salón y se mezclaban con los adolescentes hasta llegar a la salida. Algunos lugareños enfilaban para el pub y se quedaban en algún ángulo oscuro, como si quisieran pasar desapercibidos. Desde allí criticaban a la “juventú actual”, pero de pronto se acercaba una chica, que no tenía más de 18, bailando al ritmo de los Babasónicos, y los jugadores, envalentonados por el vino, estiraban la mano para acariciarle el pelo rubio. Y la chica chillaba asustada por el encuentro, tanto chillaba que el policía del pueblo, “Tulio” para los amigos, se acercaba al sitio del altercado y sacaba a los borrachos del brazo, que ya estaban más mareados que nunca con tanto lucerío. Mientras tanto la chica encendía un cigarrillo y les contaba a sus amigas lo sucedido.
Esa noche los borrachos pasaban la noche en la comisaría local, hasta que alguna de sus esposas los retiraba del calabozo e ideaba algún que otro castigo para dejar al "atrevido" en evidencia.