Erase una vez un hombre que se creía de cristal. Ninguna mujer podía tocarlo porque él estaba convencido de que si eso ocurría su cuerpo estallaría en miles de esquirlas y se perdería en el polvo para siempre. Era tan grande su temor a experimentar otro cuerpo cerca del suyo que decidió alejarse de toda manifestación de cariño, tanto pública como privada. Su mamá le había dicho a los diecisiete años: “Caíto, las mujeres son una perdición” y esa frase caló hondo en su vida. Tan hondo que su amada compañera se había resignado a esta abstinencia de caricias a la que el hombre la condenó sin consultarle:
“Marita”, le decía, “ya sabés que si nos acostamos estallo”.
Aquejada por la aridez de su vida casi monacal, una mañana Marita miró con más ternura de la habitual a su amigo de la infancia y, entre risas y chistes, terminaron besándose en la mesita de un café del barrio. Caíto vio la escena desde afuera del local, y se hizo pedazos.