martes, 27 de enero de 2009

Miedo infundado

Erase una vez un hombre que se creía de cristal. Ninguna mujer podía tocarlo porque él estaba convencido de que si eso ocurría su cuerpo estallaría en miles de esquirlas y se perdería en el polvo para siempre. Era tan grande su temor a experimentar otro cuerpo cerca del suyo que decidió alejarse de toda manifestación de cariño, tanto pública como privada. Su mamá le había dicho a los diecisiete años: “Caíto, las mujeres son una perdición” y esa frase caló hondo en su vida. Tan hondo que su amada compañera se había resignado a esta abstinencia de caricias a la que el hombre la condenó sin consultarle:
“Marita”, le decía, “ya sabés que si nos acostamos estallo”.
Aquejada por la aridez de su vida casi monacal, una mañana Marita miró con más ternura de la habitual a su amigo de la infancia y, entre risas y chistes, terminaron besándose en la mesita de un café del barrio. Caíto vio la escena desde afuera del local, y se hizo pedazos.