domingo, 26 de octubre de 2008

Decisión

Vio asomar un rayo de sol a través de un resquicio diminuto de la pared de su cárcel. Disfrutó de esa energía tenue que le entibiaba las mejillas y se bañó los ojos con su luz por última vez. Masculló la última plegaria y recordó a sus hijos, que ya estarían muy grandes. Recostado boca arriba sobre el catre, dibujó con el dedo índice el cuerpo de una voluptuosa mujer.

Cuando era niño había soñado con ser marinero, para recorrer los puntos más recónditos de la tierra. También se preguntó cómo sería vivir la vida de un pirata, y se imaginó usando un garfio como mano derecha y siendo el capitán de una carabela llena de tesoros y riquezas.

Sin embargo, creció en condiciones inhóspitas y sobrevivió al hambre como pudo, sin barco, sin garfio ni mar en kilómetros a la redonda. Su territorio más cercano era el inmenso basural que rodeaba a la urbe de la capital provincial, y allí vivió, de la comida que otros desechaban por vieja o podrida.
A los 12 años entendió que su sueño de la infancia había quedado atrás y supo que su vida transcurriría en los márgenes, “a mitad de camino entre el cielo y el infierno”, como solía repetir.

No obstante, encontró un atajo para canalizar tanta angustia y aprendió a pintar sobre las chapas y cartones que encontraba por ahí. Así, se había aprovisionado de lápices, pinturas y pigmentos que mendigó en las librerías o pedió como “muestra de solidaridad” a pintores reconocidos de la zona.

Su talento se fue perfeccionando y a los 18 años, vendía caricaturas por encargo en las esquinas del centro. Cerca de los 25 años se casó con su novia, que estaba esperando un bebé de ambos. La flamante pareja pagó todos los gastos con el dinero que él había ahorrado aplicando su arte y con los ingresos que ella tenía como moza de un bar. De él siempre decían que era “maravillosa” su habilidad para dibujar con bolígrafos.

Ahora, su cuerpo consumido por el hambre, el abandono y el hastío, yacía depositado entre las estrechas paredes de una prisión a la que llegó por una terrible equivocación. Hacía 30 años que lo habían declarado culpable de un crimen aberrante que él no cometió, en un país que apenas conocía, y que visitó para exponer sus pinturas. Luego de aquel fallo de la justicia su esposa lo abandonó en esa tierra fría y ajena, y tuvo que resignarse a vivir en su celda donde reinaban el desamparo y la humedad.

Hoy, luego de escuchar la sentencia que el juez leyó en un idioma desconocido para él, supo que su vida llegaría a su fin cuando sus venas recibieran una inyección letal. Lo habían condenado a la pena de muerte y no había ningún hombro donde recostarse a llorar.

Esa tarde recordó a sus padres, quienes le habían dedicado tiempo escaso, porque estaban muy ocupados en criar al resto de sus 10 hermanos menores.
Su memoria se asemejaba a un inmenso tablero de ajedrez, con mayoría de cuadros negros, pero él intentaba recordar el momento en que sus hijos lo llamaron papá por vez primera o rememorar a su joven mujer, cuando ella le acariciaba el cabello con ternura.

Hoy, mientras miraba su pecho y adivinaba cada una de sus costillas debajo de la piel, su antigua vida, volvía a pasar por su corazón.

Hacía tanto tiempo que no veía su rostro en un espejo que ignoraba si lo reconocería, y con tantos años de exilio y encierro, sólo le quedaban algunas palabras de su castellano natal.

Su único pasatiempo permitido en esa cárcel tétrica había sido la pintura. En blancos papeles plasmó durante años paisajes agrestes, montañas nevadas, caminos largos y escabrosos que no llevaban a ninguna parte. Pintó calles desiertas y senderos pedregosos como si al dibujarlos estuviese recorriéndolos otra vez. Sus modestas obras pegadas en la pared eran como ventanas abiertas hacia el mundo.
En cada pincelada con la que intentó matar los minutos que se sucedían todos iguales había un grito desesperado, una plegaria muda. Dentro de la cárcel el paisaje era de espanto, pero en sus pinturas florecía la vida.

La obra más admirada en el penal era un inmenso mural en donde podía verse a un imponente pirata que se encontraba timoneando una carabela cuya bandera negra, tenía estampada dos tibias cruzadas y una temible calavera en el centro. La barcaza cruzaba un mar embravecido y cientos de gaviotas surcaban el cielo negro, ya que se avecinaba una tormenta. En el cuadro, el pirata estaba solo como si fuera un fantasma viajando por el océano.

Luego de escuchar la sentencia de muerte, sus pensamientos se enredaban como una madeja y lo único que anhelaba era concretar el deseo febril de ver a sus hijos y de sentir el viento en la cara.

Su naturaleza inquieta ya se había asfixiado con tantos años de encierro y su mente estaba presa, pues la vida entera transcurría más allá de los barrotes.
En un súbito arrebato tomó uno pote con restos de pintura y lo acercó a sus labios, mientras una idea surcaba su mente. Sin prisa, comenzó a mezclar el diluyente con las pinturas, un poco de alcohol y otros líquidos que hacía años atesoraba en su celda. Se sentó en la cama y bebió el espeso brebaje hasta vaciar el recipiente.
Cuando los centinelas lo encontraron ya no respiraba, pero entre sus dedos manchados conservaba un papel lleno de garabatos donde podía leerse:

“Por años me pregunté qué es la libertad ¿Se trata de un estado de la mente?
Sin una respuesta llegué hasta el fin de mis días completamente solo. Y en el último instante, al filo de la muerte, descubrí que la libertad es resistir.
Esta decisión no fue por cobardía, ya que morir fue mi última elección. Es un acto por el que puedo sentir que soy libre. Y como si tuviera alas hoy puedo irme de aquí, sonriéndoles”.